En aquel tiempo, se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde había hecho la mayor parte de sus milagros, porque no se habían convertido:
-«¡ Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza.
Pues os digo que el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras.
Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al abismo.
Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy.
Pues os digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti». (Mateo 11, 20-24)
Cristo recrimina a las ciudades en las que manifestó su poder divino realizando muchos milagros, por no haberse convertido: “¡Ay de ti Corozaín, ay de ti, Betsaida!” “Y tú Cafarnaún, ¿piensas escalar al cielo? Bajarás al infierno….”
En Corozaín, en Betsaida y en Cafarnaún, hubo personas que contemplaron con sus propios ojos los milagros de Jesús y no cambiaron su corazón, no le siguieron. Jesús se lo recrimina con fuerza. No esconde su tristeza y que su juicio será más estricto.
Jesús compara a estas afortunadas ciudades bañadas en sucesos milagrosos con aquellas en las que no se produjeron tales manifestaciones y en las que sus habitantes sucumbieron descarriados. Jesús nos dice con claridad que esos pobres sí hubiesen respondido a aquellas gracias y su destino hubiese sido entonces diferente. El mismo Jesús reconoce de esta forma que unas personas, en el camino de la salvación, reciben facilidades y gracias especiales para su conversión y otras no tantas. No hay un camino estándar ni homogéneo en la vida de conversión y de fe. Este es un gran misterio que no podremos nunca desentrañar. Es el misterio del mismo Dios y de su Providencia. ¿Por qué para unos todo es fácil y para otros, aparentemente más complicado? Lo que Jesús nos deja claro en este Evangelio es que desaprovechar o despreciar las experiencias favorables para acercarse más a El, no parece que sea muy buen negocio en el camino de nuestra Salvación.
Las personas que no cambiamos de vida a pesar de tener alrededor infinidad de buenos ejemplos, tendremos pocos argumentos para justificar nuestra frialdad de corazón.
Yo no ayudé a nadie y a mi me lo dieron todo. No rezé nunca y me enseñaron a hacerlo en repetidas ocasiones. No quise dejar las amistades inadecuadas y estaba rodeado de otras más sanas a las que despreciaba. No quise ni puse interés en crecer en el conocimiento de mi fe a pesar de crecer en una familia cristiana. No conozco a Cristo y en mi casa hay tres Evangelios que nunca he abierto.
Mira tu vida. ¿Cuántas oportunidades perdidas para convertirte de corazón al Señor? ¿Cuántas situaciones favorables cada día para acercarte más a Dios, despreciadas olímpicamente? El cura de tu parroquia que necesita gente para Cáritas y te haces siempre el loco, el amigo de verdad que te invita a una catequesis un viernes y prefieres las cañas con los amigos, el sermón que te toca el alma un domingo y dejas enfriar en tu corazón hasta la próxima, los buenos consejos de los que te quieren que no escuchas porque no te interesan….
Pues, ¡Esos son los milagros de Jesús en nuestra vida! Los mismos que hizo el Señor en Corozaín, en Betsaida y en Cafarnaum. No esperes ver resucitar muertos para convertirte definitivamente al Señor.
Hace unos días me fijé durante una Misa en una joven que asistía a la ceremonia con una devoción asombrosa. Padecía una enfermedad neurológica penosa con movimientos anormales de todo tipo que apenas le permitían la marcha por si sola sin caerse. Se acercó a la comunión ella sóla, acostumbrada a su minusvalía y volviendo a su banco, se arrodilló después en oración de acción de gracias con una devoción impresionante.
En esa joven no había milagro alguno. Su enfermedad era una cruda desgracia. ¿Cuántas veces sus padres y ella misma habrían rogado al Señor para curarse? ¿Cuántas razones humanas para no creer en nada? Sin embargo, su fe era sincera y envidiable su piedad.
Yo me miré entonces a mi mismo y me pregunté si hubiese mantenido mi fe en semejante situación personal. Me pregunté si yo, con mi plena salud y bienestar, comulgaba con semejante devoción. Me di cuenta de que mi misma vida era un pequeño milagro cada día del que no parezco darme cuenta y del que debería dar gracias en todo momento
Pues esa anecdótica experiencia con esa joven fue el pequeño milagro del día que el Señor ponía delante de mí para saber valorar mi salud, mi normalidad corporal de la que nos creemos propietarios y con todo derecho y que sin embargo es un permanente regalo. Cuantos “milagritos” tenemos alrededor que el Señor nos ofrece para que caigamos más en sus manos amorosas. Buscarlos cada día puede ser una hermosa tarea. Todo lo cotidiano, puede ser en realidad milagroso y fuente para una profunda conversión. Intentemos no desaprovechar nada de lo que se nos regala cada día para acercarnos cada vez más al Padre. De esta forma, ya nadie nos podrá recriminar nada