El pasado 30 de enero en la misa que el Papa Francisco presidió en Santa Marta dijo: “Los mártires son quienes llevan adelante la Iglesia, son los que soportan la Iglesia, que la han sostenido y sostienen en la actualidad. Y hoy hay más de los primeros siglos”.
El término «mártir» se deriva del griego «martys», que en la lengua profana significa «testigo». Pero en la terminología teológica este mismo término, ya desde el s. II-III, designa a una persona que ha dado testimonio en favor de Cristo y de su doctrina con el sacrificio de su vida.
Cuando escuchamos esta palabra, inmediatamente nuestra mente nos coloca en el Coliseo romano dónde eran masacrados aquellos, que por defender su fe, se negaban a quemar incienso en favor del Cesar.
Vivimos en un entorno social muy complejo y peligroso ya que la «Bestia», disfrazada de coherencia y sensatez, ha construido una sociedad llena de trampas, dónde –a veces sin ser conscientes– caemos, y quemamos el incienso en favor del «Cesar». El «príncipe de este mundo» ha contaminado –con una sutileza exquisita– aquellos mandamientos que le daban al hombre la posibilidad de «vivir en libertad». En primer lugar, por supuesto, ha conseguido hacer creer que Dios es algo abstracto y obsoleto que no necesita el hombre de hoy, capaz de realizar cualquier obra. Algo así como aquellos sacerdotes del Faraón que pudieron copiar algunas de las plagas que el Señor les envió para mostrarles su existencia, pero su necedad fue superior a los acontecimientos y perecieron. Si Dios no existe todo lo demás es relativo: Asesinar, robar, fornicar, mentir o codiciar lo que no es tuyo son acciones que conviven impunemente en nuestro día a día. La palabra hebrea korbán (sacrificio) deriva de la raíz de K-R-V que significa «venir a Dios», «acercarse». El hombre al sacrificar quería hacerse uno con aquél Dios que le daba la vida, que le protegía en aquel camino en el desierto, contra sus enemigos… Actualmente el hombre también hace sacrificios para «acercarse» a los dioses de hoy: dinero, poder, prestigio, sexo, moda, etc. El hombre y la mujer sacrifican su familia por un buen puesto de trabajo y por dinero. Sacrifican lo mejor de su juventud por tener un futuro asegurado por bienes temporales. Se sacrifica cualquier relación humana con tal de conseguir que los «dioses» bendigan con el éxito y la suerte esa pobre vida llena de soledad, de tristeza, de soberbia profunda que se mira a sí misma constantemente cada día sin encontrar satisfacción.
A Jesucristo también le tentaron para caer en la trampa del prestigio, del éxito, del ser importante. Barrabás, la multitud, Pilatos, hasta amigos cercanos le intentaron seducir, pero Él había tomado aquel cuerpo humano para ser testigo de la verdad: Dios existe y nos ama y quiere darle al hombre la capacidad de salir de la trampa del enemigo que le aprisiona, que le hace vivir en esclavitud, en constante dependencia de los deseos de la sociedad. Jesucristo ha defendido esos diez mandamientos, glorificando al Padre y mostrándonos la forma de defender en esta sociedad nuestra fe. Si estás «sacrificando» (acercándote a su pensamiento) al «Cesar» desearás tener o hasta ya tengas: éxito, dinero, prestigio, una buena figura y hasta apariencia de estar sano, pero dentro de ti sentirás: vacío, tristeza, muerte, en definitiva: «nada».
Por el contrario si estás siendo testigo de la obra salvadora de Dios en tu vida, si tu radicalidad es la misma que la de Jesucristo, seguramente serás perseguido, no tendrás grandes amigos, serás la comidilla de las madres del colegio, o del vecindario y como no… de la familia; llegarás «providencialmente» a fin de mes, tendrás ojeras por cuidar a tus ancianos o por las malas noches que te dan tus muchos hijos y por supuesto no tendrás un cuerpo «diez», pero de ti saldrá una fuente que calmará la sed de muchos que te rodean; serás un palabra viviente, una sombra que dará cobijo a los «sofocados» que se te acerquen, una brisa que consolará el sufrimiento que produce el calor del infierno. El Señor –a través de estas palabras del Papa– nos llama a estar despiertos ya que somos llamados a ser mártires hoy –aunque no haya sangre– para que el día de mañana, nuestros hijos y nuestros nietos se encuentren con una Iglesia viva que muestra ese amor sin límites, como nosotros hemos heredado de otros tantos –conocidos o no– que han sufrido el martirio, de la forma que Dios haya previsto en cada tiempo, para mantener esa puerta, que lleva al cielo, abierta. JESUCRISTO HA RESUCITADO. FELIZ PASCUA.
Ángel Pérez.