«En aquel tiempo, el virrey Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado, otros que había aparecido Elías, y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas. Herodes se decía: “A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas?”. Y tenía ganas de ver a Jesús». (Lc 9,7-9)
El pueblo de Israel estaba expectante pues era el tiempo del cumplimiento de las profecías que indicaban la inminente aparición del Mesías. Muchos se atribuyeron este título, pero ninguno, salvo Jesús, ha demostrado serlo. Lo sabemos los creyentes por la fe en la resurrección, pero es un hecho incontestable que un tal Jesús, un fracasado del que se cuenta que murió en una cruz, marca un antes y un después en la Historia, contra toda lógica humana.
El nombre de Jesús, ante quien toda rodilla se doblará, no pasa desapercibido. Sin embargo, esto no es suficiente para que todo aquel que contempla al Mesías sea capaz de reconocerlo como tal, porque Jesús es Dios rebajado a la condición del hombre, no adaptado a las fantasías ni a las imágenes que el hombre se ha creado de Él. Solo por la revelación de Dios mismo podemos verle en un fracasado y no quedar decepcionados.
Es lo que le ocurrió seguramente a Herodes. Tenía curiosidad por conocer a aquel del que se hablaban grandes cosas y tenía ganas de verlo; quería saber si era el Mesías para, posiblemente, tomar la posición que más le conviniese. Pero quedó decepcionado cuando, estando preso ante él, no quiso hacerle ningún “truco de magia”. Evidentemente no creyó que “le pudiera servir” de mucho aquel pobre hombre.
A lo largo de dos mil años, a muchos les ha llamado la atención Jesús de Nazaret, pero no todos se han acercado a Él dejando a un lado sus prejuicios o sus cálculos: ¿es un mito? ¿Un simple hombre muy sensato? ¿Quizás un loco? Los evangelios han sido cribados desde la razón humana: las aparentes contradicciones de los evangelistas han tenido para algunos más peso que el hecho evidente de que aquel Jesús sigue hoy interpelando a cada persona, obligando a posicionarse con Él o contra Él — aunque una u otra posición no se tome siempre conscientemente—.
Y nosotros, cristianos de hoy, ¿cómo nos acercamos a Jesús? ¿Con fe? ¿Con curiosidad? ¿Por interés? ¿Con desinterés? ¿Cada mañana nos levantamos esperando verle? Es bueno querer ver a Jesús, pero quedaremos decepcionados si no rompemos nuestros esquemas mentales y no mantenemos nuestra capacidad de asombro ante el poder de Dios; un poder que no se manifiesta en cosas espectaculares, en grandes milagros —que sin duda puede hacer—, sino en el Gran Milagro de que el infinito se hace más pequeño que nosotros, para que podamos comprenderlo.
Ciertamente el Dios verdadero es un Dios que se esconde ante los soberbios, los curiosos, los supersticiosos. Que ni siquiera abre la boca ante quien solo le interesa conocer de Él en qué puede serle útil para sus proyectos o ante quien no le interesa la Verdad… Pero que se revela ante quien no busca a Dios en las nubes sino que desciende de su pedestal para encontrarse cara a cara con Él.
Es posible que desde jóvenes nos hayamos quedado perplejos ante la enormidad del universo, y ante los descubrimientos científicos que, al tiempo que nos ayudan a conocerlo, lo hacen más inmenso. Algunos dicen que es producto de la casualidad, pero para otros hay una causa: Dios. Aunque para aquellos la religión es algo irracional, nos hemos decantado por lo que nos parecía más razonable: demasiados indicios apuntan a una inteligencia creadora. Pero esto no nos basta: queremos ver a Dios; y ver a Dios es imposible con un corazón sucio, cuando los ojos solo miran lo que los ojos desean ver, quedando cegados a lo trascendente. ¡Hay que forzar a los ojos a mirar lo que desea el alma!
Podemos tener a Dios delante hecho pan en la Eucaristía, oculto en un amigo enfermo, vestido de harapos en un indigente que nos pide una ayuda, o esperando ser descubierto tras el velo de las letras inspiradas de la Sagrada Escritura. ¿Cuántas veces escuchamos la Palabra de Dios con la mente puesta en otra parte? ¿O “cumplimos con el protocolo” al visitar a ese amigo que está sufriendo? ¿O hacemos oídos sordos al que nos pide? ¿O pasamos ante el Sagrario de cualquier manera sin ni siquiera sentir la necesidad de arrodillarnos un momento ante él? Es posible que alguna vez hayamos ido a recibir la comunión de manera rutinaria… Nos rebelamos dando coces contra los acontecimientos que nos parecen desagradables porque no somos capaces de ver en ellos el Amor de Dios…
Solo reconociendo nuestra suciedad podemos acudir a la misericordia de Dios para, una vez limpios, verle —de la manera que en la vida mortal podemos— en la materia concreta que Él asume como su cuerpo o en las personas que ha creado a su imagen y semejanza; lo contrario nos lleva a despachar decepcionados a Jesús para, como Herodes, entregarlo a la injusticia.
Miquel Estellés Barat