“El tetrarca Herodes se enteró de todo lo que pasaba, y estaba muy desconcertado porque algunos decían: “Es Juan, que ha resucitado”. Otros decían: “Es Elías, que se ha aparecido”, y otros: “Es uno de los antiguos profetas que ha resucitado”. Pero Herodes decía: “A Juan lo hice decapitar. Entonces, ¿quién es este del que oigo decir semejantes cosas? Y trataba de verlo (San Lucas 9, 7-9).
COMENTARIO
¿De qué se enteró Herodes? De lo que pasaba, se nos dice aquí. Y ¿qué pasaba? Grandes masas se reunían en torno a Jesús para escuchar su palabra y ser curados de sus dolencias. De su persona salía una fuerza que los sanaba a todos. Algunas sanaciones resultaban espectaculares, leprosos, ciegos, tullidos, quedaban sanos y restablecidos; hubo resurrecciones que dejaban a todos no sólo llenos de admiración sino que se transformaban en culto de alabanza a Dios. “Dios ha visitado a su pueblo”. Y eso no sucedía en el marco incomparable del templo de Jerusalén, lugar habitado por Dios donde se realizaba en culto a Dios según lo ordenado por Moisés y sus sucesores. Ese culto nuevo de alabanza a Dios se daba al aire libre, en los campos, en los cruces de caminos, a orillas del mar de Galilea. Lugares nada sagrados, más bien profanos, todos semipaganos trasegados por gentes de toda especie dedicada a sus intercambios, a sus negocios comerciales, a sus trabajos agrícolas o de pescadores.
Efectivamente lo que pasaba era algo nuevo, algo inaudito: se anunciaba un reino, se perdonaban pecados, se proclamaban felicidades increíbles.
Muchas cosas de las que pasaban habían sido anunciadas por los antiguos profetas, “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, se perdonan pecados…”
Herodes quería ver a Jesús. La verdad es que no lo quería del todo. Quería y no quería, porque de haber querido de veras nada le costaba salir de casa y acercarse a la orilla del mar, transitar por los caminos de su reino galileo. Pero para ello había que entrar en contacto con la gente común, sentir sus necesidades, compartir sus zozobras, sentir el mismo sol, ser mojado por la misma lluvia, padecer el mismo frío. Y Herodes seguramente no estaba dispuesto a todo eso.
Llegará un día en que a Herodes le será dado ver a Jesús, en un contexto Siervo sufriente de Yahvé, remitido por el romano Poncio Pilato. Pero Herodes no tendrá oídos para oír. Desde su estupidez como rey lleno de sí mismo, deseará ver un signo, un signo de circo privado. Pero Jesús no despegará los labios ante Herodes, sufrirá en silencio sus burlas, sus desprecios, pero no pronunciará una palabra ante él. Ya en otra ocasión Jesús había anunciado ante gente no mejor dispuesta pero sí más sencilla que Herodes: “Esta generación adúltera pide un signo, pero no le será dado más signo que el signo de Jonás”.
Sólo los limpios de corazón pueden ver a Dios.