Se apareció Jesús a los Once y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos«. (Mc. 16, 15-18)
Hoy celebramos la «conversión de San Pablo » y la Iglesia nos propone las últimas palabras del Señor en el evangelio de Marcos. El versículo precedente, el 14, las contextualiza: «Por último se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creido a los que lo habían visto resucitado«.
Me quedo con el reproche. Tenemos necesidad de interiorizar que no hemos creido. El problema estriba en que a quien tenemos que creer no es directamente a Él sino «a los que lo habían visto resucitado«. Efectivamente esta es nuestra resistencia final; no creer en la Resurección ni en la Iglesia, conformada por el conjunto de los pocos que han visto o la muchedumbre que ha creido su resurrección. La evidencia de su resurrección es tan fuerte como lo es veinte siglos de historia, miles de santos, mártires y fieles; millones de bautizados creyentes guiados por los sucesores de los apóstoles.
¿Dónde están esos bautizados creyentes? ¿Quienes son esos creyentes que no se han resistido? ¿Quienes son, por el contrario, esos condenados que se han resistido al Evangelio?
La cuestión no es hacer un diagnóstico, o un pronóstico, sobre los males que aquejan a la Humanidad. No. Lo que aquí está en juego es «la conversión» personal, al modo de San Pablo. Dejar de vivir para uno mismo y decidirse a amar. Ya no más pedir a Dios que se haga nuestra voluntad, sino pedir y aceptar que se cumpla en nosotros la suya. Ha ahí la conversión. Seguirle a Él.
Los cinco panes, lo que tenemos a la vista, son cinco «señales» portentosas, que Jesús prodigó:
1. Echarán demonios en mi nombre. Gravísimo asunto este, de llamarle por su nombre al principe de este mundo, que se apodera de las personas y las sojuzga hasta anular su voluntad y su libertad, mas allá de todo hallazgo neurológico o psiquiátrico. La expulsión será «en su nombre«, no en virtud de ninguna terapia, fármaco o sugestión. ¡Mirad a ver!
2. Hablaran lenguas nuevas. «Oigo un lenguaje desconocido». En medio de tanto ruido, de tantos mensajes, de tanta palabrería, de entre el griterio de las autoafirmaciones y los reclamos (todos quieren algo de mí), alguien dice con autoridad algo verdaderamente nuevo: Dios existe, Dios es bueno, Dios te ama. Id a proclamar esto a toda la creación; a todos los hombres de toda raza, lengua y nación, y a la propia naturaleza que fué puesta bajo vuestro cuidado. El esperanto no ha triunfado, el latín está en riesgo de extinción, mueren centenares de lenguas al año, el inglés confirma las Actas de supremacía. Sí, pero los creyentes tienen un lenguaje nuevo, que llega a lo profundo del corazón, allí donde es posible concebir la esperanza.
3. Agarrarán serpientes en sus manos. Venciendo toda repugnancia, arrostrando todo peligro, interponiendo su cuerpo -sus manos- , harán frente al mal. Y conste que el mal, ni es manso ni se deja atrapar; el riego de ser mordido por la serpiente no es una hipótesis descabellada, le ha ocurrido a muchos. Pero los «creyentes» dan la cara, sin delegar en otros, sin subcontratar esa desagradable función a terceros; con su manos anularán la escurridiza mentira, la venenosa falsedad, la rastrera sospecha y la maléfica duda.
4. Si beben un veneno mortal, no les hará daño. Hay ponzoñas, acontecimientos, desgracias, hechos que, para el común de la gente, producen inexorablemente la muerte. Pero hete aquí que hay algunos -los creyentes- que no estando libres de tales adversidades, en ellos no produce el efecto muerte. ¿Como es posible esto? A ellos -los redimidos- no les hará daño. El exterminador pasa de largo ante la sangre del cordero, no entra en la casa de los que han creido «a los que lo vieron resucitado«.
5. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos. Otra vez las manos, otra vez los enfermos, otra vez la sanación. Los creyentes no «resuelven su problema» sino que se ocupan de los necesitados por antonomasia (los enfermos, quienes no pueden valerse por sí mismos), y con total cercanía (la imposición de manos no se puede hacer a distancia). El efecto estará a la vista de todos; la curación. ¿Cómo es posible que …? ¿No es este aquel que…? Yo solo sé que antes no veía y ahora veo. Lo extraño es que vosotros, los expertos, no sepais quien lo ha hecho.