«En aquel momento, se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el más importante en el reino de los cielos?”. Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial. ¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”». (Mt 18, 1-5. 10. 12-14 )
En la increencia, no aceptar la existencia de los ángeles es algo muy extendido; de hecho, se esgrime muchas veces como un argumento de énfasis para justificar la negación de Dios. ¿Quién puede, en su sano juicio, sostener la existencia de los ángeles? ¿Qué es eso de unos seres creados incorporales, inmortales, inteligentes y libres? ¿Quién puede creerse esa patraña? La astrofísica ha destronado a los ángeles. Pero existen. «Es una verdad de fe», afirma el nº 328 del Catecismo.
Existen y están en la presencia de Dios. Y siempre cerca de Jesucristo (en Getsemaní, en su resurrección, etc.). Dios es, y los ángeles lo alaban, orlan su acción, le obedecen.
A nuestros contemporáneos no parece preocuparles ni Dios ni sus ángeles; los hombre siguen adelante con sus planes asesinos. El exterminio del ser humano está decretado y nadie va a deterner su sistemática destrucción mediante la desaparición del matrimonio y de la familia, la implantación de la eugenesia y la eutanasia, y por los descomunales ataques a la vida naciente. La contracepción, la esterilización y el aborto son las fuerzas más poderosas de la Tierra, y están por encima y por debajo de todo planteamiento político, económico, social o jurídico, incluidas sus variantes mediáticas, ecológicas, educativas, cientifistas, etc.. Por eso concitan tan generalizado y sorprendente consenso en los ambientes más dispares y supuestamente antagónicos por sus principios, ideologías, programas y estrategias. Exactamente, esas tres pandemias —la contracepcción, la esterilización y el aborto—, intrépidamente denunciadas por la Iglesia, constituyen hoy en día la concreción del «despreciar a uno de estos pequeños«.
Frente a ese colosal Goliat se enfrenta un insignificante y desairado Jesús, que por toda recompensa afirma que el que recibe a un niño «en su nombre» a Él lo recibe. Ciertamente en Él «muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo«. Y los recien nacidos, como ya ocurriera en tiempos de Herodes, y del Faraón, son víctimas sin valedores aparentes. Ahora, incluso antes de nacer o para no ser concebidos, los humanos se afanan en cercenar sus existencias o cegar las fuentes de la vida. No valen nada, son despreciados.
Pero eso ya lo sabía Jesús. Y apeló a los ángeles de esos niños. ¡Cuidado! ¡Mucha atención! No penséis que realmente son tan indefensos, no os equivoqéis suponiendo que los atentados contra ellos van a quedar impunes. No os engañéis. La vida es sagrada. Y cada «pequeño» tiene un ángel ante Dios. Están contados los que tendría que haber.
Jesús es persuasivo. Invita a recibir cada nueva vida como signo y contenido de la acogida que se le dispensa a Él mismo; no puede encarecer con mayor vehemencia el amor a la vida humana. Se trata de acogerlo a Él en persona. Inconmensurable misterio y drama. Pero al mismo tiempo nos advierte; los ángeles vigilan y custodian a los indefensos; ellos tienen acceso contínuo y directo a Dios. No provoquemos su ira. Nada de lo que nos suceda, si se desata su cólera, nos debe sorprender después de tan radical aviso. Los que rechazan la vida luchan contra los ángeles. Y, como siempre, las creencias equivocadas no modifican la realidad; los ángeles custodian «desde el comienzo» de la vida, como especifica el Catecismo en su nº 336. La advertencia no puede disolverse en «pastoralidad».
Se nos llena la boca ponderando la belleza del símil del pastor que busca la oveja perdida, la alegria por la conversión, etc. pero pocos, demasiado pocos, se detienen a asimilar que sea este un momento, como, entre otros, con la enseñanza-autorización de la oración al Abba «nuestro», cuando Jesús nos regala a «su» Padre. Los ángeles ven a «mi Padre celestial» declara. Pero termina afirmando «Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de esos pequeños«. «Su» Padre, por el misterio de la vida humana acogida, pasa a ser «nuestro» Padre. De Él procede toda paternidad, como oró San Juan Pablo II. El Padre no se conforma con las noventa y nueve, quiere «sus» cien, y por eso busca la perdida y se alegra —¡siempre el misterio de la libertad humana!— si la encuentra.
El que acoge a una vida humana acoge a Jesús mismo, al Hijo de Dios hecho hombre. No es pensable mayor dignidad. Y como regalo suyo, además, entrega a su Padre, nos revela su sublime voluntad y se convierte para nosotros —precisamente por acoger un niño— en «vuestro Padr del cielo«.
Francisco Jiménez Ambel