«Un sábado de aquellos, Jesús atravesaba un sembrado; los discípulos, que tenían hambre, empezaron a arrancar espigas y a comérselas. Los fariseos, al verlo, le dijeron: “Mira, tus discípulos están haciendo una cosa que no está permitida en sábado”. Les replicó: “¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y sus hombres sintieron hambre? Entró en la casa de Dios y comieron de los panes presentados, cosa que no les estaba permitida ni a él ni a sus compañeros, sino solo a los sacerdotes. ¿Y no habéis leído en la Ley que los sacerdotes pueden violar el sábado en el templo sin incurrir en culpa? Pues os digo que aquí hay uno que es más que el templo. Si comprendierais lo que significa ‘quiero misericordia y no sacrificio’, no condenaríais a los que no tienen culpa. Porque el Hijo del hombre es señor del sábado”». (Mt 12,1-8)
Este pasaje del Evangelio de San Mateo hay que modernizarlo un poco para comprenderlo con más facilidad. Imaginemos que Jesús en vez de atravesar un sembrado con sus discípulos es el dueño de una pastelería y decide pasearse por su local acompañado de sus hijos. Al igual que los discípulos que al sentir hambre empezaron a comer espigas, en la nueva escena picotean de los pasteles recién salidos del horno del negocio del Padre. Esta situación seguro que nos parece más cercana y suculenta, porque sin duda que un bollito de dulce de leche es más de desear que una áspera espiga de trigo.
Pues bien, ¿alguien en su sano juicio le llamaría la atención a los hijos del pastelero por probar los dulces de su padre? ¿Sería razonable que el padre se enfadase con sus hijos por saciar su hambre con el fruto de su negocio? Pues ese era el modo de pensar de los fariseos: “…tus discípulos están haciendo una cosa que no les está permitida…” Y aunque les replica con argumentos de la propia Ley de la que presumían ser expertos, no se dan por vencidos. Les llega a tener que recordar quién es Él: “Pues os digo que aquí hay uno que es más que el templo.” Es decir, Jesús les tuvo que recordar a los fariseos que Él era el dueño de la Pastelería.
Misericordia quiero y no sacrificio. Esta cita tomada del profeta Oseas sigue así: “…conocimiento de Dios más que holocaustos”. Con tanta normativa religiosa podemos parecernos a los fariseos y no recordar que somos hijos del Pastelero. No siempre tendremos oportunidad de pasear por la parte más dulce del negocio de nuestro Padre, pero si nos lleva, probaremos sus dulces con la total libertad y la confianza de un hijo en su propia casa. A veces los dulces serán amargos y también en ese momento seremos hijos del mismo pastelero.
Hay quienes entienden la religión como un permanente sacrificio, cayendo sin querer en un estado fariseo de normas y esfuerzos inhumanos por ser fieles a Dios. Cuando conocemos al Padre de verdad nos comportamos con verdadera libertad, la de los auténticos hijos de Dios, que saben cuándo pueden catar los bollos sin mirar a los lados por temor a que alguien les vea. ¡Como si saborear un dulce hecho por mi Padre fuera pecado!
Misericordia quiero y no sacrificio. Amor sincero al Padre y total compenetración con Él y su “negocio”. Ese estado de amor sincero nos hará estar por encima de las normas, sabiendo que son medios y no el fin en sí mismo.
Me gusta mucho una frase de San Agustín que puede resultar escandalosa: “Ama y haz lo que quieras”. Y se quedó tan pancho al decir esto. Claro que, San Agustín era un hijo predilecto del Padre, le conocía muy bien y sabía que si se ama a Dios de verdad no se hace nunca nada fuera de sus normas. Conocía bien el negocio de su Padre y probó cuando quiso todos sus pasteles, porque era hijo del Pastelero.
Jerónimo Barrio