En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar, y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea.
Al enterarse de las cosas que hacia, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón.
Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío.
Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo.
Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él y gritaban:
«Tú eres el Hijo de Dios».
Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer (Marcos 3, 7-12)
Al querer contemplar el texto evangélico que hoy nos propone la Liturgia, no podemos extrapolarlo de lo que señala el mimos evangelista en los días anteriores.
Durante esta segunda semana del Tiempo Ordinario de manera insistente se nos hace referencia a la identidad de Jesús. El eco de la fiesta del bautismo del Señor sigue cruzando las jornadas del día a día, para quienes han decidido ir detrás de Jesús.
El Maestro nos ha introducido en la novedad del cristianismo, con los ejemplos del remiendo nuevo en paño viejo, y con el axioma de “a vino nuevo, odres nuevos”, y la escena en la Sinagoga de Cafarnaúm en la que de manera contundente proclama que el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado, enseñanza que se aparta enteramente del código moral por el que se intenta alcanzar la justificación. Solo Dios justifica, solo Jesucristo es quien no da la salvación.
Es muy fácil proyectar el deseo de querer alcanzar el título aparentemente noble de sabernos perfectos, cumplidores de la ley, pero esto en el cristianismo no sucede como causa, sino como efecto. Solo porque nos hemos encontrado con Jesucristo modificaremos la conducta y seremos capaces de hasta de dar la vida.
Hoy Jesús recibe el plebiscito de las gentes que lo proclama: “Tú eres el Hijo de Dios”. Esta en la razón de nuestra identidad cristiana. No seguimos un código de moral, ni una filosofía. Seguimos a una persona, a quien reconocemos como verdadero Dios y verdadero hombre.
No olvidemos durante estos días la oración por la unidad de los cristianos. Somos muchos los que nos convocamos en la comunión de los santos para pedir que se cumpla el deseo de Jesús: “Que todos sean uno”. Jesús, sacerdote eterno, sigue orando por todos nosotros.