En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gerasenos. Desde el cementerio, dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino. Y le dijeron a gritos: «¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?» Una gran piara de cerdos a distancia estaba hozando. Los demonios le rogaron: «Si nos echas, mándanos a la piara.» Jesús les dijo: «Id.» Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo y se ahogó en el agua. Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país (San Mateo 8,28-34).
COMENTARIO
Estamos ante uno de los textos más discutidos del Evangelio. Muchos comentaristas niegan su historicidad, considerándolo un añadido, del género de lo mitológico o lo legendario. La sociedad postmoderna rechaza el concepto de endemoniado o poseso, incluyendo sus manifestaciones en el campo de las enfermedades mentales. Cree saberlo todo acerca del hombre.
Incluso dentro de la Iglesia se discute mucho la existencia del diablo como un ser personal. Algunos lo consideran una fantasiosa personificación del concepto abstracto del mal. Otros lo explican como una proyección al exterior de los conflictos personales interiores. Hay quien afirma que Dios no puede haber creado un ser tan siniestro. Y, en conjunto, se piensa que tal personaje es fruto de una etapa infantil de la humanidad, felizmente superada.
Los cristianos sabemos que el hombre, en sus errores, ha sido y sigue siendo engañado y seducido por otro; por un espíritu maléfico e inteligentísimo que busca su destrucción. Que inspiró a quienes crucificaron a Cristo y torturaron hasta la muerte a tantos discípulos suyos. Lo sabemos, no sólo por la Revelación y el Magisterio; tenemos experiencia personal de su existencia. Aparte de las ideas atravesadas que a veces nos asaltan, sin saber de dónde vienen, conocemos a personas que acuden a la Iglesia para ser liberadas de la esclavitud a alguien que, desde dentro, las posee. Y, por ello sufren muchísimo, viéndose impelidos a hacer lo que nunca harían. Violencias verbales o físicas. Cosas horribles.
La presencia del maligno en ellos se hace evidente: miradas llenas de odio; una voz cavernosa, distinta de la habitual; insultos, blasfemias; una fuerza descomunal muy difícil de dominar; resistencia violenta a los signos cristianos, en especial, a la cruz.
La Iglesia, con el poder de Cristo, es capaz de curar a estos cautivos del mal, dominados por quien les odia y les usa para hacer daño a quienes tienen más cerca. Pero no podemos confundir estos estados con una enfermedad mental, aunque a veces puedan coexistir. El trastorno mental se cura con tratamiento psiquiátrico; la posesión diabólica, con la invocación al Nombre sobre todo nombre.
Por lo demás, este episodio no es ningún mito. Está bien localizado: la tradición lo sitúa en Kursi, un lugar en la costa oriental del Mar de Galilea. Hay ruinas de un monasterio bizantino que lo atestiguan; y un acantilado próximo, por donde pudieron despeñarse los cerdos.
Toda esta región era entonces la Decápolis, tierra de paganos, de magia, de hechicería, de sortilegios. Los demonios campaban a sus anchas, como en toda sociedad donde abundan los adivinos, los nigromantes, los brujos; la sociedad en que hoy vivimos, llena de mentira, violencia y maldad.
Hasta allí llegó Jesús en uno de sus viajes apostólicos, para llevar también a los gentiles su anuncio de salvación, dando como prueba de ello, la curación de estos dos desgraciados. Pero los que allí vivían estaban cómodos con sus demonios, y en cambio lamentaban la pérdida de los cerdos. Por ello le pidieron que se marchase. No querían complicarse la vida. A veces parece que Jesús viene a complicar la existencia, cuando es al contrario. Pero si pensamos así, ¡cuidado, no sea nuestro demonio!