Dichoso el hombre que no sigue
el consejo de los impíos,
ni en la senda de los pecadores se detiene,
ni en el banco de los burlones se sienta,
mas se complace en la ley de Yahveh,
su ley susurra día y noche.
Es como árbol plantado
junto a corrientes de agua,
que da a su tiempo fruto,
y jamás se amustia su follaje,
todo lo que hace le sale bien.
¡No así los impíos, no así!
Que son como paja que se lleva el viento.
Por eso, no resistirán en el Juicio los impíos
ni los pecadores en la comunidad de los justos.
Por que Yahveh conoce el camino de los justos,
pero el camino de los impíos se pierde.
La traducción escogida del salmo 1 es de la Biblia de Jerusalén y en ella se le titula: “Los dos caminos”. Así pues, este salmo, que encabeza la colección de los 150, nos propone los dos caminos que se pueden seguir en la vida.
El simbolismo del “camino” es muy importante en todas las culturas. Sirve muy bien para expresar lo que es la vida del hombre: su temporalidad, sus dificultades, errores, alegrías, atajos, descansos, tropiezos, desorientaciones, disyuntivas y decisiones… En el Antiguo Testamento hay dos itinerarios que hicieron del “camino” la forma espiritual de vivir del pueblo y del creyente judío: el camino de Abraham y el del Éxodo.
Abraham que, obedeciendo a Dios, sale de su casa hacia la tierra que Dios le mostraría, y el Éxodo, camino de la esclavitud –Egipto- a la libertad –la Tierra Prometida-, pasaron de ser itinerarios geográficos a caminos espirituales que el pueblo y todo creyente está llamado a recorrer.
si vivir es optar, opto por Dios
No es de extrañar que el símbolo “camino” o “senda” esté presente de forma tan abundante en el Antiguo Testamento. Uno de los libros en los que se ve más claro es precisamente el libro de los Salmos. En ellos se habla del camino de la vida que, en definitiva, se identifica con la voluntad de Dios. El que obedece a Dios sigue sus caminos, es instruido en sus sendas. De ahí se pasa a identificar ese camino con la Ley, lugar por excelencia en el que se manifiesta la voluntad de Dios, aquello que el hombre está llamado a obedecer, no como ley externa, sino como camino de felicidad (¡Dichoso el hombre…!).
Los Diez Mandamientos son las Diez Palabras de Vida. Este es un camino que, en contra de las apariencias, acaba bien. El impío, por el contrario, es aquel que sigue su propia voluntad, y siguiéndola, parece que le va bien, pero en realidad se pierde, termina por caminos que no van a ninguna parte, son viento, nada… El burlón, el malvado, en la Biblia, es el que hace de sí mismo la ley. Es el ser autónomo que en un primer instante parece que le va bien, que prospera gracias a la injusticia y la prepotencia, pero que su vida se secará como la hierba, no tiene consistencia ni raíz.
Pero en Israel la realidad “camino” no será algo sólo simbólico. La conquista de Jerusalén por David y la construcción del Templo por Salomón produjo un centralismo religioso que, a su vez, trajo consigo peregrinaciones de muchos judíos al gran Santuario donde se encontraba el arca, la Ley, Dios mismo. A la vez se convirtió en el lugar en el que se celebraban de forma muy especial determinadas fiestas. Esto hizo que el peregrinaje a Jerusalén se convirtiera en un acontecimiento en la vida de todo judío.
Los salmos de subida a Jerusalén -a Jerusalén siempre se sube-, como el 122, del que se dice también que es un “cántico gradual” o “canción de las subidas”, son testigos de cómo el recorrido geográfico se convertía en un camino espiritual hacia el encuentro con Dios, un camino purificador, pues solo podía entrar en la presencia de Dios el de manos inocentes y puro corazón (Cf. Sal 24). Sin duda la peregrinación más importante era la de la fiesta de la Pascua, pues los corderos solo se podían sacrificar en el Templo. En realidad sólo se podía celebrar verdaderamente la fiesta en Jerusalén.
Contigo me pongo en marcha
Jesucristo vivió estos dos aspectos de la realidad de “camino”: el vital y la vivencia espiritual del camino geográfico. Así, por una parte, en su mensaje programático mandó entrar por el camino angosto, que lleva a la Vida, pues el ancho y espacioso lleva a la perdición (Cf. Mt 7,13-14).
El mismo concepto de seguimiento, que fue central en su vida, implicaba un camino, como en el caso del ciego de Jericó que “recobró la vista y le seguía por el camino” (Mc 10,52). En este seguimiento, en este caminar tras Jesús, hay un elemento esencial, sin el cual es imposible el seguimiento: “Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24), pues el que se busca a sí mismo, se pierde.
Pero por otra, Jesús vivió el camino espiritual, la dualidad de caminos vitales, en un recorrido geográfico. La misión propia salvadora la encarnó en un camino físico, en una peregrinación, en una subida. Ya su misma vida fue una itinerancia, yendo de pueblo en pueblo, sin lugar donde reclinar la cabeza, y esto lo vivió como característica del estilo de vida del Hijo del hombre.
Pero su camino encarnado fue el de la subida a Jerusalén. Los sinópticos lo vieron tan claramente que en estos evangelios solo hay un viaje de Jesús a Jerusalén a la fiesta de Pascua, su Pascua, a su propia pasión, en la que él será el verdadero cordero degollado que quita el pecado del mundo.
angosto sendero, vía de salvación
Esta subida a Jerusalén se convirtió en la subida a la realización de su misión, a la muerte en cruz, a su Hora, la manifestación misma del Amor de Dios. Y este camino de Cristo no es ajeno a todos nosotros. El Señor, al recorrer su camino hacia lo alto de la cruz, ha puesto en marcha en la historia humana un campo de gravedad que lo atrae hacia lo alto, pues cuando él es elevado a lo alto, atrae a todos a él. Esa fuerza de gravedad no es otra que el mismo amor de Dios, su misericordia, que es su esencia, el Santo de los Santos abierto en su costado, el nuevo Templo al que todo hombre está invitado a peregrinar. Pues nuestro Señor no solo nos muestra el camino, sino que nos invita a seguirle y a recorrerlo.
Así, los dos caminos del salmo 1, se convierten en un doble campo de atracción: una atracción hacia lo alto, hacia la libertad verdadera, la dignificación, la divinización; y otra atracción que experimentamos diariamente hacia lo bajo, hacia el propio yo, regido por el esclavo y obsesivo amor a uno mismo que lleva al hombre a la inhumanidad, descrita y realizada en ese banco de impíos y burlones que nos encontramos en el Gólgota con Jesús, pero que se vuelve a realizar en todos los gólgotas de la vida humana.
La ley que el nuevo peregrino está llamado a meditar día y noche es la ley del amor y de la gratuidad. Las corrientes de agua en las que se hace fecundo es el Espíritu Santo que se derrama del costado del Señor. Los frutos, las obras de vida eterna. En definitiva, es el camino hacia la participación en la misma naturaleza de Dios. Esta ascensión es tan ardua y el hombre es tan incapaz de andar este camino, que necesita que la fuerza de atracción de la Gracia le suba a esa nueva forma de ser que se resume en el amor al enemigo, pues eso, y no otra cosa, es la misma esencia de Dios manifestada en Cristo Jesús.