En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; no sea que las pisoteen con sus patas y después se revuelvan para destrozaros. Así, pues, todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos; pues esta es la Ley y los Profetas. Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos». (Mateo 7, 6. 12-14)
Los dos caminos del hombre, el de la vida y el de la muerte, están en la tradición bíblica. El Deuteronomio, Jeremías…nos hablan del camino de la felicidad y del camino de la perdición. Y este mensaje es una palabra de Dios para nuestro tiempo, un mandato en realidad: “Entrad por la puerta estrecha”, que es la del evangelio, la del amor, la de sentirnos y actuar como hijos de Dios. Y a continuación nos aclara el propio Cristo el significado de los dos posibles caminos que tenemos en nuestra vida: “Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos”.
Los cristianos somos unos privilegiados. Dios nos ha elegido para una misión esencial: hacer presente al mundo de hoy, a las personas con las que nos relacionamos cada día, que Dios nos ama y desea que seamos felices. Pero ese amor hemos de vivirlo cada día, barnizar el mundo de amor, colaborar con el Señor en extender la idea de que su Reino comienza en nuestra vida terrena. Entrar por la puerta estrecha, elegir el camino recto, del bien, es en realidad desear vivir en la santidad, querer experimentar en nuestra vida el camino de la Santidad que Dios nos quiere regalar.
Pero este tesoro, que tantas veces se nos recuerda que llevamos en vasos de barro, podemos desperdiciarlo y tirarlo a los perros o a los cerdos, animales que en tiempo de Jesús eran despreciados y se les consideraba semisalvajes. El mundo invita a seguir en lugar de un camino del bien, angosto, una verdadera autopista de perdición y maldición. Cuando en lugar de hacer el bien ponemos nuestra vida sólo en una diversión frenética, en corrupciones, en el dinero y el prestigio como valores máximos, en el desprecio a los demás, en el individualismo egoísta, en el paso del tiempo sin una mirada solidaria y cercana al prójimo….
Incluso los cristianos tiramos nuestras perlas (la Sabiduría, el Reino de Dios…) con total desprecio: Nos alimentamos de la Eucaristía y en lugar de conservar el alimento para toda la semana, nos ponemos a enjuiciar al otro, a mirar por encima del hombro del más débil o nos dedicamos a nuestro único disfrute: divertirnos, tomar copas, consumir, en lugar de intentar hacer presente a los demás el Amor de Cristo que hemos recibido como un regalo providencial y generoso de Dios. Seguir la puerta estrecha, el camino angosto, significa caminar intentando ayudar al otro, hacer presente al prójimo el Amor y la compañía de Cristo. Si recibir un sacramento tan importante como la Eucaristía o escuchar la Palabra de Dios no nos cambia, es que tal vez seguimos teniendo un corazón de piedra, egoísta y desagradecido. Porque el encuentro con Cristo cambia a las personas y nos ayuda a salir al encuentro del hermano olvidándonos de nuestras comodidades.
El cristianismo es sin duda revolucionario. No acepta la ley del Talión del judaísmo y nos invita a tener como máxima en nuestra vida el amor, incluso al enemigo. A devolver bien por mal. Y ya sabemos que los Mandamientos de la Ley de Dios se resumen en dos: “amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a uno mismo”, como Cristo nos amó. Y ello se explicita en este evangelio: Jesús nos pide que tratemos a los demás como queremos que ellos nos traten a nosotros: “…pues, todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos”.
Sin duda el amor es el termómetro de nuestra fe. Si no amamos podemos ser pregoneros del evangelio pero no verdaderos evangelizadores. Esta semana escuchaba una conferencia sobre la lectura y el conferenciante, que elogiaba la importancia de la lectura para vivir, concluía diciendo que el fin último de nuestra vida es el amor, amar a los demás. No lo decía desde una óptica evangélica, pero si humanamente amar es también el camino, ¿cómo no va a ser el Amor el objetivo de nuestra fe y de nuestra vivencia cristiana?
Pero, concluyo, para amar como Cristo nos enseña tenemos que pasar por la puerta estrecha. Desde ahí recorreremos nuestro camino. Y en ese camino angosto encontraremos a Cristo siempre a nuestro lado, como garantía de ayuda, de sabiduría, de alianza. Sólo hay un requisito más: la humildad. Nuestra soberbia nos llevará a pensar que no podemos seguir ese camino; pero la humildad y la simplicidad son la garantía de que Cristo hará que la fragilidad de nuestro vaso se robustezca y podamos llevar la noticia del Amor de Dios desde nuestra precariedad y limitaciones.