Somos frágiles; tenemos muchos problemas: familiares, personales, de salud, económicos, psicológicos, espirituales. No acabamos de saber cómo salir de nuestro laberinto…, las nubes de la tristeza, del desaliento nos acechan tantas veces. ¡Cómo desaprovechamos el poder de la fe que Dios nos ha dado!
¿Cuál es la causa última de la tristeza y del desaliento? Digámoslo sin rodeos: es el pecado. Por el pecado entró la muerte en el mundo. ¡La muerte! La amenaza de la desaparición. Tememos la muerte. Nos preocupa, por eso, la enfermedad. Nos preocupa la precariedad económica o social de la vida, que nos recuerda que estamos bajo el signo de no ser, de… desaparecer… Tememos, en definitiva, que nuestra vida fracase, que todo sea un sin sentido. Pero ¿por qué? Porque nos hemos apartado de la fuente de la vida, nos hemos alejado de Dios, con la ilusa pretensión de vivir más tranquilos según nuestros propios planes. O sea: ¡por el pecado! Y así, nos encontramos atrapados en ese círculo infernal: esclavos de la muerte, por el pecado, vivimos en la tristeza de la desesperanza, que no nos permite levantar el vuelo de la Vida, encerrados en nuestro laberinto.
¿Cómo afrontaríamos la muerte, si no nos hubiéramos alejado de Dios? Nosotros no nos lo podemos ni imaginar, porque vivimos inmersos en una Humanidad en la que, desde el principio, todos somos pecadores. Pero sí podemos pensar que la muerte sería otra cosa totalmente distinta de lo que es ahora; no sería una amenaza, sino una oferta de más…, sería el fin natural de la etapa terrena de nuestra vida, que nos abriría a la etapa celeste y plenamente divina de nuestra existencia en Dios.