No es bueno, nada bueno, mezclar religión y política hasta lograr un batido informe y desconcertante o totum revolutum ideológico en el que, al final, resulta difícil discernir lo que corresponde a una y a otra. A fuer de realistas, los votantes deben de tener en cuenta que la religión invita a mirar hacia lo que nos espera al final de esta vida mientras que la política, tal cual, nos pone enfrente de los asuntos que conciernen al orden, libertad y bienestar de las personas aquí abajo: noble y acuciante responsabilidad esta última, pero más arropada por el sentido común que por la sed de trascendencia. ¿No dijo el Divino Maestro “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”? (Mc. 12,17).
Afortunadamente, para los españoles huelga la discusión sobre si es más democrática una república cualquiera que la monarquía que preside nuestra realidad política desde hace ya cuarenta años: al respecto compárense, por ejemplo, nuestras vivencias democráticas con las de un país hermano como Venezuela.
Tenía razón Aristóteles cuando presentaba como regímenes políticos aceptables tanto a una Monarquía o gobierno de uno solo, que identifica su poder con el servicio al bien común, como a una república a expensas de un grupo de notables con vocación de servicio o de la generalidad de los ciudadanos, siempre que éstos no renunciaran a la responsabilidad personal de ver al otro como un igual en derecho natural; claro que, en todos los casos, la justa aceptabilidad depende de que sea el bien público el principal ganador, lo que implica, nadie puede negarlo, que el ejercicio de la política, más que un cortijo de los que viven de ella, sea el laboratorio en el que se fragua, define y aplican todos los medios para que, en la medida de lo posible, los bienes naturales y sociales se multipliquen y distribuyan en justicia.
Corrupción cero es una bonita expresión que no significa nada mientras no se traduzca en obras y bien sabemos que “obras son amores y no buenas razones”. Fácil es ver la paja en el ojo ajeno cuando, si las circunstancias lo permiten, aflorará una viga en el nuestro.
Dicho lo dicho, centrémonos brevemente en el caso de España, en la que, hoy por hoy, la política sigue las líneas de una monarquía democrática y es la religión católica la que, al menos en las formas, es reconocida como propia por la mayoría de los españoles; otra cosa es que sea la moral católica (no robarás, etc., etc.) la que, en todos los casos, sea la inapelable voz de la conciencia de la mayoría de las personas que se dicen católicas, entre ellas las que han tenido, tienen o pueden tener responsabilidad de gobierno.
Pasemos de puntillas sobre esa delicada cuestión y centrémonos en el hecho de que faltan muy pocos días para que los ciudadanos españoles con derecho a voto elijamos a nuestros representantes en todos los ayuntamientos y en una buena parte de las Comunidades Autónomas.
Si al que esto escribe cualquiera le planteara “tú, como católico, que te tomas en serio tu fe y consiguientes obligaciones ¿a quién vas a votar?”, él, totalmente convencido, respondería: puesto que, en esta ocasión no se dilucida nada que toque a las leyes de carácter general y, por lo tanto, susceptibles de plantearme un problema de conciencia, votaré para alcalde de mi pueblo y para presidente de mi comunidad a las personas que me parecen más celosas del bien común y que, según parece probable, cuenta con “posibilidades” de gobernar. En otras palabras, votaré al que me parece menos malo entre los dos primeros; y, como persona responsable que supongo eres, te aconsejo que hagas otro tanto.
No es bueno para España que, dado el presente batiburrillo ideológico y generalizado desconcierto de los llamados a votar, resulte algo ingobernable en tal o cual pueblo, ciudad o Comunidad.
Antonio Fernández Benayas.