El agustino Santo Tomás de Villanueva es una figura insigne del siglo XVI español y su obra, copiosísima, llena la mariología de estos años. Su fama de santidad y erudición le hizo consejero en las cortes de Felipe II y Carlos V, y hoy en día, gracias a la Editorial Católica de “Biblioteca de Autores Cristianos”, podemos gozar de sus escritos en la obra “Los sermones de la Virgen María”, cuya edición data de 1952. En la sección de la natividad de la Virgen, el sermón primero trata de los cinco libros que cita la Sagrada Escritura, en un trabajo que conjuga santidad y sabiduría, y que los enumera como el libro de la vida, el libro de la naturaleza, el libro de la Escritura, el libro del ejemplo y el pensamiento, que luego renombrará como el libro del Verbo Encarnado, y el libro de la conciencia. De todos ellos nos ocuparemos siguiendo el pensamiento de su autor, para dar noticias precisas y preciosas de la existencia de Dios, la verdad que más preocupa al creyente y no creyente, pues de eso se trata, de que el mismo Dios disponga los medios para que creamos y le amemos.
Las consideraciones que siguen son la glosa amorosa y asombrada del sermón mariano, sin otro mérito para el que esto escribe que trasladar el fervor y el entusiasmo que le inspiran las reflexiones del santo escritor.
El libro de la vida
El libro de la vida es el libro de la memoria eterna de Dios, cuyos designios son inmutables, y por más que la vida del hombre sea solo un soplo desde el momento en que nace hasta que muere, sus días están anotados: “Cuando en lo oculto me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi ser aún informe, todos mis días están escritos en tu libro” (Sal 138, 15-16). Así parece que todos los hombres están registrados, “los buenos y los malos”, y también puede entenderse de esta manera en Apocalipsis 20,12: “Vi a los muertos, pequeños y grandes, de pie ante el trono. Se abrieron los libros y se abrió otro libro, el de la vida”.
Pero siguiendo a Casiodoro, en el libro de la vida solo están escritos los elegidos, los destinados para la vida eterna, aunque no por la santidad de sus obras sino por que así fueron elegidos por Dios desde la eternidad, de tal manera que, como dice san Agustín, no nos eligió porque habíamos de ser justos, sino que nos eligió para serlo. Es decir, la elección es causa de la santidad, no la santidad causa de la elección, y como tales, son inscritos en el libro de la vida, que solo los ángeles y los bienaventurados pueden leer. Así, el fundamento de toda gracia está en Dios, y no en el hombre, no en nuestros merecimientos, sino en los que alcanzó Jesucristo. Y el que está escrito en el libro de la vida, jamás será borrado de él.
El apóstol Pablo nos ofrece testimonios sobrecogedores de esta realidad, así en Filipenses 4,3: “Y a ti en particular, leal compañero, te pido que los ayudes, pues lucharon a mi lado por el Evangelio, con Clemente y los demás colaboradores míos, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida”, como en 2 Corintios, 12,4, donde se nos ofrece el pasaje más emocionado de esa predilección divina por los escogidos: “Yo sé de un hombre en Cristo que hace catorce años —si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que ese hombre —si en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe— fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir”. Y aún se completa esta visión con lo que luego dice el apóstol anonadado por la gracia recibida: “Por la grandeza de las revelaciones, y para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne, un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría” (2Cor 12,7). Con inspiración propia, Santo Tomás de Villanueva añade que también leyó en este libro San Juan, el discípulo amado, y que de esta lectura brotó el admirable comienzo de su Evangelio: “En el principio era el Verbo…”
El libro de la naturaleza
Y así, Señor, tú que escribiste de una vez y para siempre el libro recóndito de la vida, donde se cuentan por miríadas los elegidos para el cielo, luego, en el origen del tiempo finito, nos proporcionas para nuestra instrucción, y para que te reconozcamos como el supremo creador de la vida, la naturaleza que es obra de tus manos, la tierra y el cielo, en cuyo abismo inicial e informe que cubrían las tinieblas, tu espíritu se cernía misteriosamente sobre la faz de las aguas.
Y durante millones de años, después de que se hiciera la luz y antes de que naciera la vida, ordenaste a la tierra y al mar, al hielo y al fuego, al viento y al terremoto, a la lluvia y al granizo, y al volcán y al glaciar, que modelaran su superficie para que emergieran las montañas y las cordilleras, se profundizaran los valles, se marcaran los límites entre la tierra firme y los océanos inmensos, y que allí donde ambos se encontraran hubiera playas y acantilados, golfos, rías y bahías, cabos y penínsulas, islas y arrecifes de coral. Y sobre este escenario maravilloso colocaste el firmamento, llamado cielo, y cubriste la tierra de verdor con plantas y árboles, y pusiste lumbreras para iluminar los días y las noches, y poblaste de vida el aire, la tierra y el mar con toda clase de animales que vuelan, andan, y nadan, y en el día sexto, creaste al hombre y a la mujer, y los pusiste sobre tierra como dueños de todo lo creado.
De aquí el asombro del salmista que clama en un canto inspirado: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?” (Sal 8).
Y ante todo ello nos dice Santo Tomás de Villanueva: “¡Dichoso el que puede leer en este libro elemental”, y citando el salmo de David, maravillándose de toda la teología y filosofía que se oculta en las cosas creadas, exclama con el salmista: “El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra, sin que hablen…, a toda la tierra alcanza su pregón…”(Sal 18,2-5). Pero el pecado ofusca el corazón de los hombres que tiene a la verdad prisionera de la injusticia, así lo explica el Apóstol que dice: “Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras; de modo que son inexcusables…” (Rom 1,19-20)
El libro de la Escritura
Pero no le bastaba al hombre el conocimiento natural, era también necesaria la sabiduría revelada, y Dios nos entregó la Sagrada Escritura, el único libro de Dios escrito por hombres y a disposición del hombre, que lo puede hojear, que lo puede leer, que lo puede tomar y dejar cuantas veces quiera, el libro que nos pone en contacto directo con la obra de la creación, la alianza de Dios con el hombre, las promesas mesiánicas, los mandamientos de la ley, la Trinidad de Dios, la Encarnación del Verbo, la misericordia del Padre, la Redención de Jesucristo, el perdón de los pecados, la Justicia divina, el Juicio final, las potencias del alma, las virtudes teologales, y por supuesto, con el Amor, el amor como un don infinito de Dios y que es su esencia, la causa primera de todo el amor humano.
Y en este libro descubrimos, que la creación del mundo es también un impresionante acto del amor divino, y así, todos aquellos que no supieron encontrarlo en la serena contemplación de un cielo estrellado, en el amanecer que incendia las montañas, o en el ocaso escarlata que tiñe el horizonte marino, lo puedan descubrir en las páginas que escribió el Espíritu.
Nos recuerda Santo Tomás de Villanueva que la palabra de Dios es muy dulce para la boca por el conocimiento de la bondad de Dios y de su misericordia, y trae a colación los pasajes de Ezequiel 2,9 y Apocalipsis 10,8, en los que el profeta y el Apóstol, siguiendo las instrucciones divinas, comen el rollo de la escritura, lo devoran como alimento, porque la sabiduría, conforme a su significado, es muy gustosa, y ambos lo comieron, y ambos declararon que el libro era dulce como la miel.
El libro del Verbo Encarnado
Nos dice el autor del sermón que este libro se nos ha dado para que leamos allí la caridad, la penitencia, la humildad, la mansedumbre, la santidad, el desprecio del mundo y las demás virtudes, y que el amanuense es el mismo Dios, la pluma el Espíritu Santo, el pergamino, el seno de la Virgen, la tinta, su purísima sangre.
Este es el mayor misterio de nuestra fe después del referido a la Santísima Trinidad, misterio que desborda la inteligencia humana. María, la Anunciada, la Virgen de Nazaret, la que recibió la visita del ángel, está en el centro de este misterio. Es la mujer extraordinaria que luce la triple corona de Madre de Dios, Teotocon, Esposa del Espíritu Santo y Madre de Jesús, y que después de su asunción gloriosa, fue coronada en los cielos como Reina de todo lo creado. José, su esposo, el padre legal de Jesús, el informado por el ángel de la virginidad de María, es su privilegiado testigo. Juan y Lucas, apóstol y discípulo, los que se reparten la gloria de haberlo manifestado a los hombres en sus Evangelios, son sus heraldos, Juan como su protector, el que la acoge en su casa por el testamento del Crucificado, y Lucas, el cronista de Pablo y el amigo de Juan.
El comienzo de la redención del hombre se escribe en las entrañas purísimas de la Virgen, donde Dios se hará hombre tomando la carne y la sangre del cuerpo y la sangre de María. Pensemos en ello, porque después, ese cuerpo y esa sangre divinas, serán eucaristía, serán sacramento de amor y salvación, alimento del alma para la comunión con Dios. Toda la historia del mundo, todas las enseñanzas de los libros nos conducen hasta allí, hasta al monte Calvario, donde en lugar de aquella mano pecadora, la mano del hombre que se levantó en el Paraíso para tomar el fruto prohibido del Árbol de la Vida, comerlo, y pecar, ahora, está clavada en el madero la mano de Jesús, y la cruz, es el nuevo Árbol de la Vida, y el fruto que pende de ella, Jesucristo Crucificado, el Cordero de Dios, es el alimento que se nos da, y del que podemos comer todos para tener Vida y no morir. (Ver Homilía “La Santa Pascua” versículos 49,55)
El libro de la conciencia
Este es el último libro de Dios, es el libro de la conciencia, el libro que se escribe en el corazón de cada hombre, allí están escritos de modo sutil todos nuestros pensamientos, palabras y obras, los buenos y los malos, los que nos llevan a la vida o a la condenación. Así se dice en Apocalipsis 20,12 para el Juicio Final: “Se abrieron los libros y se abrió otro libro, el de la vida. Los muertos fueron juzgados según sus obras, escritas en los libros”. (Ver las referencias para los no escritos en el libro de la vida en Ap 13,8 y 17,8)
Es la Parusía, la segunda y definitiva venida de Cristo, ya ha pasado el tiempo antiguo, ya se consumó la obra del Mesías en la plenitud del tiempo, ahora, se abre un “cielo nuevo y una tierra nueva”, donde la primera tierra y el mar han desaparecido (Ap 21,1), es la hora del juicio. Jesús lo explica con todo lujo de detalles en el Evangelio de Mateo “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. El separará a unos y otros como un pastor separa a las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda”. (Mt 25, 31-32 y ss). Y dice el profeta Daniel: “Comenzó la sesión y se abrieron los libros” (Dn 7,10).