«En aquel tiempo, Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo a quien Jesús tanto amaba, el mismo que en la cena se había apoyado en su pecho y le había preguntado: “Señor, ¿quién es el que te va a entregar?”. Al verlo, Pedro dice a Jesús: “Señor, y este ¿qué?”. Jesús le contesta: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?”. Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo”. (Jn 21,20-25)
Esta vez Pedro parece que se ha dejado llevar de los celos. Estos son una deformación del corazón, una manifestación de una inseguridad interior, un afecto maltrecho, irregular. Pedro va camino de santo pero todavía había de recibir de manos del Señor enseñanzas saludables. El celo no perdona ámbitos pero son típicos los infantiles y los relativos al mundo de la pareja. Instinto de centrismo y de acaparamiento que no dejan vivir al aquejado de celotipias. Dudas y más dudas que atormentan a la víctima que padece tal anomalía.
La envidia es la tristeza por el bien ajeno. Los celos, en cambio, son la angustia de no ser el centro en el corazón del otro. El celoso controla con desmedida, duda, vive agujas de sufrimiento en su propio corazón, no comparte la amistad, no es maduro en el amor; queda fijado en una obsesión malsana por ser querido, que llega a ser enfermiza.
Pedro seguramente no llegó a tanto, pero en el pasaje que estamos viendo aparecen síntomas típicos de uno que se ha dejado llevar por los celillos. No es lo mismo ser celoso que caer puntualmente en faltas de celos, que son faltas contra la caridad.
El celoso o se hunde en su sufrimiento o crece en el amor. Las circunstancias en las que sufre desmedidamente, si las vive correctamente, se transforman en espacios enormes donde da rienda suelta al amor. Ya no son circunstancias dolorosas sino ocasiones, oportunidades, para crecer, para purificar. Se oyen historias en las que dos enemigos, tras experimentar pruebas, llegan a ser los mejores amigos. El celoso tiene un gran potencial de amor en su interior. Es cuestión de sanar, de moldear, de dar forma y cauce a tan gran caudal. Una adecuada educación de los afectos puede llevar a estas personas sensibles a una elevada posición en el amor.
Decimos que, en la dinámica del amor, el dar y el recibir son los dos momentos necesarios del mismo. Sanar el corazón es dilatar sus sombríos recovecos en espacios anchísimos. Este dar y recibir amorosos son medicina del acaparamiento celotípico. Comprender que el amor no disminuye cuando se comparte sino que se acrecienta.
Pedro está molesto, se siente seguido por uno que psicológicamente es considerado como un intruso, el discípulo amado. El celoso se mueve, habla, gesticula, actúa y disimula para defender la ciudadela de su corazón, amenazada en numerosísimos casos por gigantes imaginarios, molinos quijotescos. Rivalidad al acecho.
Pedro se ha vuelto, entre sospechas, y se ha topado —no encontrado— con un contrincante. Él es el “jefe” pero el otro es el amado. ¿En qué quedamos? Son los líos típicos de un corazón que apunta a enredo. El celoso topa, no se encuentra, porque no sabe gestionar el afecto, no lo estira, no lo adapta, no lo entrega, no lo hace fructificar.
El vocabulario es consecuente, despersonalizador: “¿Señor, y este qué?”. Le ha quitado el nombre de Juan, ha quebrado la fraternidad, ha distanciado el amor en nombre de un interés propio, como si quisiera rebajar un poquito su honra, su puesto. En la carta a los Romanos se nos dice que hemos de adelantarnos en buscar la honra del otro (Rm 12,8-10). Hemos de estar prontos para alabar a nuestro semejante, en muestra de amor. El Señor corrige a Pedro y le viene a decir que no se preocupe. Enseñanza clave: no hay que preocuparse, el amor de Dios es inmenso y más que suficiente para llenar las necesidades afectivas del corazón humano. No hay que preocuparse, ahí está todo. No preocuparse, en fe, en amor. La preocupación daña la vida de gracia, la libertad de los hijos de Dios. La preocupación acarrea males para el justo, le quita fuerzas para todo lo bueno. San Pablo dice en la carta a los Filipenses que nada debe preocuparnos sino que en toda ocasión sean presentadas nuestras súplicas al padre. Las preocupaciones de la vida ahogan la semilla del Evangelio en nosotros. Haciendo lo que debo como discípulo del Señor voy sanando lo que de imperfecto tiene nuestro corazón.
Tras este episodio petrino en el que parecen que los celos quieren despuntar, se monta una correría de suposiciones falsas. Ahora resulta que Juan no iba a morir. Pero el Señor tiene que advertir que no era eso lo que había dicho sino otra cosa. El mal engendra mal y el bien, bien; el orden, orden y el desorden, desorden.
Pedro se mostro un tanto brusco para con su hermano Juan y esta brusquedad ocasionó ulteriores rumores relativos a este último. Chismes, diversión, pasatiempo de vagabundos. Deformación de las palabras del Señor ocasionadas por una falta petrina y por la falta de compenetración con el interior del Señor. Mucho Espíritu Santo hacía falta aún; mucho espíritu de recogimiento para captar realmente lo que las palabras de Jesús quieren transmitirnos.
Las acciones del Señor son de una Persona divina pero son humanas también porque responden a una naturaleza de hombre. “Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo”. En el Corazón de Cristo habita la plenitud de la divinidad y es la perfección de lo que ansía mi corazón. Él nos llena, y su amor reduce a polvo las enfermedades de nuestros corazones. “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti” (San Agustín).
Francisco Lerdo de Tejada