En el actual “mercadeo”de la política española, entre los políticos profesionales de distintos colores destacan dos posicionamientos que empezaron a fraguar hace al menos dos siglos, y que, a tenor de los tiempos, se llaman hoy de distinta manera: hubo liberales y conservadores, isabelinos o alfonsinos y carlistas, republicanos y monárquicos, laicos y confesionales… En todos los casos, pretendiendo atraer hacia sí a algo más de la mitad de la población española con el señuelo de que ellos son los buenos y los otros los malos. Hoy adoptan los anacrónicos calificativos de “izquierdas” y “derechas”, cuyos verdaderos significados distan mucho de haber sido convenientemente explicitados.
Ciertamente, no hubo en España guerra civil desde el 28 de febrero de 1875, en que el belicoso pretendiente Carlos María de los Dolores de Borbón y Austria hubo de abandonar España, hasta que el 18 de julio de 1936 empezó el más sangriento enfrentamiento, que protagonizaron y sufrieron nuestros padres o abuelos.
Pero, en el plano ideológico, en ese intermedio de sesenta largos años, no dejó de haber dos enconados campos cada uno de ellos con “razones de peso” según los respectivos criterios: el uno se decía igualitario y anticlerical mientras que el otro se hizo fuerte apelando a la historia y a los valores de la Religión; pero nadie puede decir que todos los buenos estaban en un bando y todos los malos en el otro… Claro que, una vez estallada la guerra, tal como ocurre en todas las que en el mundo han sido, lo perentorio fue restablecer la paz dentro de un orden (ojalá que del orden natural, deseado por Dios) que, de alguna manera, neutralizara los rebrotes del conflicto y se abriera (ojalá que libre y generosamente hacia el futuro). En la postguerra, José María Pemán lo expresó así: «La gran lección de España fue quedarse sentada sobre las piedras y las tumbas y estarse allí a solas con Dios».
Creemos que la paz posterior a aquella guerra fratricida (1936-1939) no fue exactamente la que hubiera deseado la propia Iglesia Católica que, durante aquel conflicto antinatural y cruel, había hablado así por boca de su Cardenal Primado, monseñor Gomá (1869-1940) para quien era locura todo intento de repudiar al Catolicismo en su genuina y evangélica expresión: Oró intensamente «porque, ya que Dios ha permitido que fuese nuestro país el lugar de experimentación de ideas y procedimientos que aspiran a conquistar el mundo, quisiéramos que el daño se redujese al ámbito de nuestra patria y se salvaran de la ruina las demás naciones». Y explicó así su propia actitud y el posicionamiento de la Iglesia por aquel tiempo: «Al estallar la guerra hemos lamentado el doloroso hecho, más que nadie, porque ella es siempre un mal gravísimo, que muchas veces no compensan bienes problemáticos, porque nuestra misión es de reconciliación y de paz: “Et in terra pax”. Desde sus comienzos hemos tenido las manos levantados al cielo para que cese. Y el pueblo católico repetimos la palabra de Pío XI, cuando el recelo mutuo de las grandes potencias iba a desencadenar otra guerra sobre Europa: “Invocamos la paz, bendecimos la paz, rogamos por la paz”. Dios nos es testigo de los esfuerzos que hemos hecho para aminorar los estragos que siempre son su cortejo. Con nuestros votos de paz juntamos nuestro perdón generoso para nuestros perseguidores y nuestros sentimientos de caridad para todos. Y decimos sobre los campos de batalla y a nuestros hijos de uno y otro bando la palabra del apóstol: “El Señor sabe cuánto os amamos a todos en las entrañar de Jesucristo».
Recordado en justicia el juicio de la jerarquía eclesiástica de entonces, está fuera de lugar disculpar los crímenes extra bélicos de los unos por los crímenes extra bélicos de los otros: una guerra es un enfrentamiento de personas armadas sin otra motivación que la de vencer al otro, aun a costa de arrebatarle la vida; lo criminal sería el iniciar y mantener una guerra por puro capricho o irracional instinto animal. Quiere ello decir que en las guerras, la destrucción y muerte, contrarias siempre a los designios de Dios y solo justificables cuando la defensa de un bien superior requiere el uso de proporcionados y contundentes ataques, nunca pueden ser un fin en sí sino una desgraciada etapa a superar sin dejar de actuar como seres humanos llamados a amarse los unos a los otros.
Desde esa óptica sobran las innecesarias represalias y también la estúpida conclusión de que los únicos buenos son los vencedores. ¿Anatematizaré al nieto porque el abuelo no luchó en el bando de los que se decían católicos? ¿Repudiaré lo católico porque católico decía ser el que, en acto más o menos encuadrado en una inevitable guerra, mató o mandó matar a mi padre o abuelo?
Es tiempo de señalar sin equívocos que lo católico nada tiene que ver con los odios desencadenados entre “azules” y “rojos”, militando ellos en una o en la otra facción, apodadas con simplona elocuencia la España Negra y la España Roja. ¿No se hace necesario abogar por una España con raíces en lo auténticamente cristiano, eso mismo que venía a decir Mario Moreno, el genial “Cantinflas”, en una de sus enjundiosas películas cuando se lamentaba de que el mandamiento de “amaos los unos a los otros” fuera torticeramente traducido por “armaos los unos contra los otros”?.
En este punto, bueno es el recordar a todos y a cada uno de los que, en política no se conforman con medias verdades porque buscan una verdad sin convencionales disfraces: «Se os reconocerá como discípulos míos porque os amáis unos a otros» (Jn 13,35), «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me distéis de beber; era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme». (Mt 25,35) o «Habéis sido comprados a un alto precio: no os hagáis esclavos de los hombre» (1 Co 7,23 ).
Frente al batiburrillo de los fundamentalismos ideológicos de uno u otro signo político, contamos los católicos con esta referencia de insuperable sentido común: «sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16).
Antonio Fernández Benayas