«En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales». (Mc 3, 20-21)
Cuando alguien se deja llevar por el odio, y el rencor se adueña de sus sentimientos, puede llegar a enfermar mentalmente, e incluso a cometer hechos que nos horrorizan. Ciertamente, vemos comportamientos que no entran dentro de los límites de lo que consideramos razonable. Decimos que están locos o que sus actos son una locura, aunque no conste un diagnóstico médico en tal sentido. Pero, aunque no se llegue a este extremo, el odio provoca que uno se comporte de tal manera que sus actos no sean lógicos: alguien camina por una acera y de pronto cruza la calle para no coincidir con aquel a quien no puede ni ver; esto provoca que un observador que no conozca su interior piense que hace cosas extrañas, y en todo caso su actuación está condicionada, no es libre.
Hay otro tipo de decisiones y comportamientos que también parece que no encajan en nuestros esquemas, y que en principio no nos causan repugnancia ni inquietud porque el motor que los mueve no es el rencor, sino el amor: alguien que tiene un buen trabajo y una vida cómoda, de repente lo deja todo y se va al seminario; familias bien establecidas que de pronto se marchan a otro país como misioneras.
Sin duda, no actúa de igual manera una razón anulada por el odio que una razón totalmente liberada por el amor, sin límites. Solemos admirar a las personas que son capaces de dejarlo todo por servir al prójimo necesitado; los consideramos personas extraordinarias, con dones especiales, ya que, seguramente, no nos sentimos llamados a hacer lo mismo. Pero, ¿qué ocurre cuando estas personas nos tocan de cerca, cuando es algún pariente o algún vecino que conocemos bien y sabemos que no es tan extraordinario, que es bastante parecido a nosotros?
A veces no se trata de irse a un país lejano sino de ser generosos en la vida ordinaria, yendo más allá de lo que la sociedad ha establecido como canon de buena persona. En estos casos quizás nuestra mediocridad se sienta denunciada y queramos justificarnos. Surge entonces una supuesta preocupación por su bienestar: “Vaya locura, con los tiempos que corren”, podemos pensar al ver unos padres acompañados, no digo ya de diez, sino de cuatro o cinco hijos… Sí, somos capaces de equiparar el fruto del rencor con el fruto del amor, definiéndolos con la misma palabra: locura. Hay quien incluso se puede sentir llamado a ser misionero de la mediocridad, no conformándose con sus pensamientos sino que se ve impulsado a poner en “su verdad” a los demás, e incluso a intentar apartarlos de su vocación.
La familia de Jesús, sometida a la Ley, no puede entender su manera de vivir porque se extralimita, va más allá de lo que dicta la Ley para ser justo. Cuando Jesús está en casa, cerca de ellos, se sienten incómodos, y solo pueden entender que una persona así tiene que haber perdido la razón.
No pensemos que el evangelio de hoy solo señala la actitud de personas alejadas de la Iglesia. También los discípulos de Jesús —como familia suya— somos especialmente denunciados en nuestra mediocridad y podemos estar tentados de repudiar los actos generosos de los demás. No olvidemos que el mismo Pedro intentará disuadir a Jesús en otra ocasión, cuando anuncia la necesidad de dejarse matar por las autoridades judías.
Miquel Estellés Barat