«En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. (Lc 4,14-22a)
Aún resonando en nuestros corazones el grandioso misterio de la Navidad y la Epifanía del Señor, es importante reflexionar cómo hemos vivido unas navidades que, año tras año y cada vez con más intensidad, se presentan como una gran fiesta del consumo desenfrenado y sin sentido de lo que se celebra, frente a la que la alternativa es una visión melosa y bien intencionada del amor a los demás, que olvida la realidad que cita San Pablo:
«Pues sabemos que la ley es espiritual, mientras que yo soy carnal, vendido al poder del pecado. En efecto, no entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco; y si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con que la ley es buena. Ahora bien, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí» (Rm 7, 14-17).
Como consecuencia de esta dicotomía se aprecia un —cada vez mayor— hastío sobre estas fiestas; hastío que nace del vacío que deja en el corazón del hombre apartar de sí su dimensión espiritual, como bien nos dice la Iglesia: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar (…) La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (GS 19,1)» (Cat. 27)..
Frente a esta realidad la Iglesia nos pone delante el papel de Jesús en la historia concreta de su comunidad, haciéndonos ver cómo el Espíritu Santo lo lleva a hacer presente en su entorno, que las promesas de la Salvación ya se están cumpliendo en su generación.
Como siempre que la Iglesia nos pone una palabra, esta no es un cuento, es una llamada, es un toque del Espíritu en nuestra vida… Así que preguntémonos a qué nos llama esta palabra; aceptemos que esta llamada debe ponernos en movimiento para hacer ver al mundo que estamos ya en el tiempo de gracia, en el tiempo de la salvación; que la presencia real de Jesucristo en la Historia abre caminos insospechados, que son capaces de dar la vuelta a toda realidad humana.
En este sentido es importante que veamos que ante una realidad —que se nos presenta cada vez más pesimista y desesperanzada— los cristianos debemos tener el discernimiento necesario para hacer presente que este paganismo no es nuevo en la historia; es el mismo que el mundo vivía cuando Jesús hace su aparición en él. Y si hoy el mundo sufre y vive inmerso en sus miedos y preocupaciones ante la realidad que nos rodea, la solución no la encontrará nunca en nada que lo aparte de Dios, sino en la vuelta a Él y en la conversión.
Esta es la gran llamada. De ahí la importancia de este Año de la fe, que nos invita a ser plenamente conscientes de la profundidad del amor de Dios a la humanidad, de la gracia que supone el conocerla y de la importancia que tiene el hacer presente a los que nos rodean esta buena noticia de la aparición de Jesús en el mundo.
Es importante ver que Jesús es un judío cumplidor, que participa en las costumbres de su época y celebra y respeta el día del Señor, pero, como veremos en algún otro pasaje del Evangelio, sin dejar que la costumbre se sobreponga a la llamada del Espíritu. Por eso los que le conocen se preguntan qué es lo que le hace diferente, que es lo que ha hecho que este Jesús, que han tratado y conocido, sea a la vez alguien con autoridad, diferente a ellos, alguien que ve en la realidad lo que ellos no son capaces de ver.
Pidamos al Señor que no nos deje instalados en el rito y el cumplimiento, sino que mueva nuestros corazones, con su Espíritu, para que el mundo pueda ver en nosotros esta diferencia, esta visión optimista de la realidad, que no está basada en una ilusa confianza, sino en la certeza de que Dios no es indiferente al sufrimiento del hombre, y por eso se hace presente en cada generación para anunciarle dónde está la salvación.
Antonio Simón