Llamó Jesús de nuevo a la gente y les dijo: – “Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre.
Cuando dejó a la gente y entró en casa, le pidieron sus discípulos que les explicara la parábola. El les dijo: – “¿También vosotros seguís sin entender? ¿No comprendéis? Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, y se echa en la letrina.”
(Con esto declaraba puros todos los alimentos). Y siguió: “Lo que sale de dentro del hombre, eso si hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro” (San Mateo 7, 14-23).
COMENTARIO
Persuadir a la gente de algo que va contra sus costumbres es tarea ímproba. Pero si esas costumbres son ya tradiciones, es poco menos que imposible. Cuando además van contra nuestras leyes, las que nos dan la identidad como pueblo y, en el caso de Israel, nos vinculan directamente con Dios como pueblo elegido, no solamente no se pueden cambiar sino que no “se deben” alterar, so pena de ir contra el propio Todopoderoso.
Si la Ley prohíbe comer algunos productos, es por razones muy serias. Allá en el fondo de la religiosidad, donde la piedad, la salubridad y la obediencia se confunden, late la idolatría; en una de sus formas más primitivas, pero muy eficientes. Lo que se come se transfiere a nuestro cuerpo; las cualidades comportamentales se asimilan. Si comes un buey, será poderoso y fértil como él, si lo que masticas es un león, alcanzarás su preeminencia y ferocidad; si comes cordero serás manso y dócil. Si ingieres una paloma, aprenderás a no quejarte ni llorar. Las cualidades de los alimentos se nos traspasan a nuestra forma de actuar. La legislación sobre la pureza de los alimentos estaba (y está aún hoy para muchos) más que justificada… ¿De cuantas triquinosis se han librado los judíos por no comer cerdo? ¿En cuánto se han beneficiado psicológicamente no rebelándose frente a la muerte como lo hace un puerco, en contraste con la mansedumbre de un corderillo? ¿Cuánto han contribuido a su salud corporal sus prohibiciones higiénicas y exigencias acerca de los animales sacrificados?
Todo esto lo conoce bien Jesús. Y tiene que hacerle frente, arrostrando una total impopularidad. Pero su misión es inmodificable y mucho más profunda; tiene que llegar al corazón de la gente. La componente meramente legislativa la aclara el evangelista al decir que así declaraba puros todos los alimentos. Pero la otra componente, la introspección es mucho más difícil de entender. El vector hacía el interior precisamente se esquiva con el cumplimiento – exterior – de la Ley. Y se trata de trabajar justo lo contrario; sea lo que fuere que se coma, lo que hay que vigilar es nuestro interior más profundo, eso que de forma muy expresiva llaman las Escrituras “el corazón”.
Las corazas desarrolladas por el cumplimiento de las normas mosaicas, avaladas por la razón, la experiencia y la tradición, no son fáciles de atravesar. Jesús usa un lenguaje proporcionado a la dureza que ha de horadar: “Escuchad y entended”. No se trata sólo de escuchar, sino que es menester comprender. ¿Es difícil de entender? Por supuesto que sí. Es necesario tener el oído abierto: “El que tenga oídos para oír que oiga”. Lo bueno es que al menos eso si lo han captado; que no basta escuchar, que es necesario entender. Por eso los del oído abierto (un número limitado, discípulos, pues entran en la casa) le piden explicaciones a Jesús, para entender bien lo que ha querido decirles. Y a ello Jesús replica con firmeza: “¿Tan torpes sois también vosotros?”
El tema es de una actualidad innegable. ¿Cuánta gente confía a la ingesta, o supresión, de determinados alimentos su salud, su equilibrio, su bienestar, si vida, su vigor, su longevidad?
Jesús explica de una forma muy comprensible y realista, el plano en el que ha de plantarse la verdadera religión. El problema no es lo que entra en el cuerpo, sino lo que brota del corazón. Ese recóndito pero determinante núcleo del que todo tipo de males provienen. No se pueden echar las culpas a lo externo, ni siquiera a lo que siendo externo hacemos transitoriamente nuestro. Es el corazón, el yo profundo y secreto, el que dicta la conducta, aunque pase por la fase embrionaria de “las intenciones”. También la irreflexión, la impulsividad, la reacción, aunque sea un instante pasa por las “el pensamiento”. La gente dice, y todos aprueban, aquello de; “no me nace”, “no me motiva” etc. o su contrario; “lo que me pide el cuerpo”, “lo que de buena gana diría”, “lo que me provoca” … etc. La entronización del subjetivismo es el mecanismo de más amplio espectro generador de las maldades que salen del corazón del hombre, y que no han entrado en él por el maleficio de una ingesta. Después de lo gestado en el corazón viene todo lo demás: las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. La atención hay que dirigirla al corazón, no a lo externo, enseña el Señor.