«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “ld y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni túnica de repuesto, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa, saludad; si la casa se lo merece, la paz que le deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros. Si alguno no os recibe o no os escucha, al salir de su casa o del pueblo, sacudid el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra que a aquel pueblo”». (Mt 10, 7-15)
El reino de los cielos, el reino de Dios, está cerca. Ha llegado ya. Y ha llegado con la persona de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios en el Espíritu Santo. Esta es la Buena Nueva que Jesús manda y envía a sus apóstoles a proclamar. Entonces y siempre, hasta el día de hoy. Este es el Evangelio: que Dios ha manifestado su reino en medio de nosotros en la persona de su Hijo Jesús, en su vida, en su muerte y en su resurrección.
El mismo evangelista Mateo termina su evangelio con estas palabras: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).
Es interesante confrontar también el pasaje evangélico de hoy con el final del evangelio de Marcos: «Les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con señales que la acompañaban» (Mc 16, 15-18. 20).
¡Cuánto necesita esta sociedad de hoy escuchar este anuncio, esta proclamación! Una sociedad enferma de egoísmo e idolatría, de hedonismo y vanidad, de inseguridad y desesperanza; una sociedad muerta, o lo que es lo mismo, una sociedad donde la vida no vale nada ni tiene sentido, ni dirección, ni rumbo, ni finalidad; una sociedad que se cae a pedazos, llena de lepra; una sociedad plagada de aullidos, de supersticiones y demonios; una sociedad que camina en la ignorancia y el desconocimiento. El profeta Isaías y el evangelista Juan lo llaman tinieblas. «El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran Luz. Los que vivían en tierra de sombras, una Luz brilló sobre ellos» (Is 9, 1). «La Palabra era la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a ese mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron» (Jn 1, 9-11).
El Evangelio rompe, con su luz maravillosa, las tinieblas del mundo. Como dice el Pregón Pascual, «El esplendor del Rey (Cristo Resucitado) destruyó las tinieblas, las tinieblas del mundo». Y el anuncio de este Evangelio ya tiene en sí mismo la fuerza de iluminar y transformar a los hombres. Tiene el poder de curar enfermos, de resucitar muertos, de limpiar leprosos, de echar demonios. El Evangelio es el mayor tesoro que el mismo Jesús nos ha regalado y nos ha mandado regalar a todos. Un tesoro superior en valor a todo el oro y plata del mundo. Lucas narra al comienzo de Los Hechos de los Apóstoles un pasaje significativo de cómo ya la Iglesia naciente puso esto en práctica. Cuando Pedro y Juan suben al Templo a la hora de oración y se encuentran con el tullido a la puerta, esto es justamente lo que Pedro le dice, fijando en él la mirada: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy; en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar. Y tomándole de la mano derecha le levantó» (Hch 3, 6-7). A esto mismo nos manda Jesús a nosotros hoy, a levantar esta humanidad caída por la fuerza del Evangelio y los sacramentos. Es cierto que llevamos este Tesoro en vasos de barro, como dice S. Pablo, pero a pesar de nuestra debilidad, de nuestros pecados, de nuestra pobreza, somos enviados a dar gratis lo que hemos recibido gratis.
El mundo puede dividirse en dos tipos de hombres: los que aceptan el Evangelio y los que lo rechazan. A los primeros les cambiará la vida y experimentarán la salvación para siempre de todas sus angustias. A los segundos les seguirán rodeando las tinieblas y seguirán condenados a no entender absolutamente nada, los acontecimientos, los sufrimientos, las adversidades…
Pero, y esto quizá sea lo más importante, hay un tercer grupo de hombres, los que ni pueden aceptar ni rechazar el Evangelio, porque jamás nadie se lo ha anunciado. De ahí la urgencia de la evangelización. Y ahí nuestra responsabilidad ante Dios como cristianos. Porque «predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio» (1 Co 9, 16). «Porque el amor de Cristo nos apremia, nos urge» (2 Co, 5, 14).
«Vosotros no os preocupéis por qué vais a comer, qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Que por todas esas cosas se afanan los paganos; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Vosotros buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt, 6, 31-33).
Ángel Olías