Se supone que un alma que ha encontrado su lugar junto a Dios, quien le ha llevado amorosamente a su bodega y le ha dado a gustar de su vino, debería de abismarse en el silencio despegándose de toda palabra. Es tiempo de dar protagonismo a los latidos del corazón cuya intensidad preanuncia el desmayo.
Bello es este amor, no es coercible en ningún poemario; los más altos pensamientos y sentimientos se retraen acobardados ante tanta grandeza. Sólo un alma que irradia la gloria de tal Amante, podría decir algo; y aun sabiendo que en realidad no está diciendo nada, lo hace. Mirando fijamente al que le ha dado la capacidad de sentir desde parámetros divinos, acierta a exclamar como el salmista: ¡Dios mío, qué precioso es tu amor!” (Sl 36,8). El alma así cautivada hace suya la experiencia del salmista y la amplía: ¡Todo tú eres un torrente de delicias! Tú me has dado tu Palabra que me ha enseñado a confiar en ti. Ella, que es tu Sabiduría, me ha conducido como buen pastor hasta mi hendidura, aquella que desde siempre has preparado para mí. De ti, que te entregaste a la muerte para que yo encontrara mi hendidura, emana la fidelidad que me ata junto a ti. ¡Qué precioso, qué único, qué profundo es tu amor, el que me envuelve!
Podría parecer que el viaje del alma ha culminado felizmente. Ha llegado a la meta, y cuando da la impresión de que en su abrazarse con Dios ha alcanzado su razón de ser como persona, se da cuenta, mejor dicho, Dios le hace caer en la cuenta de que su abrazo con Él es aún incompleto, falta algo, faltan sus hermanos, todos ellos, para que el abrazo alcance su plenitud.
Sale entonces a los cruces de los caminos (Mt 22,9) llevando en sus entrañas y en sus labios un anuncio liberador, aquel que desata al hombre de todo lo que es ficticio en cuanto a duración y permanencia. Le grita con la música que Dios ha puesto en su alma: “Venid a oír y os contaré, vosotros todos los que teméis a Dios, lo que él ha hecho por mí” (Sl 66,16). Hace este anuncio porque es consciente de que lo que Dios le está permitiendo vivir es “tan sublime que es digno de conocerse en toda la tierra” (Is 12,5).
Venid, proclamará otro desde los terrados… “Venid, gustad y ved qué bueno es Dios, bienaventurado el que se cobija en él” (Sl 34,9). Sí, bienaventurado, dichoso el hombre que supo apostar su vida a una sola carta, aquella que le decía que había un lugar junto a Dios preparado para él. Feliz el hombre que lo ha encontrado, porque desde él ha podido gustar a Dios, “saborear su dulzura” (Sl 27,4b). Desde él ha llegado a conocer entrañablemente a su Dios, y ha visto que es bueno, el único que podía coger entre sus manos toda su pobreza, soplar sobre ella y decirle muy quedo: ¡Te amo! ¡Te amo con amor eterno, he reservado gracia para ti! (Jr 31,3).
Con amor eterno te he amado, anuncia proféticamente Jeremías; amor que se hace realidad en el Enviado del Padre que amó a los suyos hasta el extremo (Jn 13,1), hasta dar la vida por ellos: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Se ofreció a sí mismo a fin de rescatarlos, y no solamente a ellos sino a todos los hombres, del sin sentido de la muerte como fin inexorable de la existencia (Mt 20,28).
Jesús es la cara, el rostro de Dios, que Moisés no tuvo la posibilidad de ver. Se lo pidió a Yahvé, y éste le concedió ver sólo sus espaldas (Éx 33,23). Llegó la plenitud de los tiempos y las espaldas se dieron la vuelta, el rostro de Dios se volvió hacia la humanidad, como dice Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó…” (1Jn 1,1-2). Es a partir de la Encarnación que le es posible al hombre contemplar el rostro de Dios, su gloria (Jn 1,14).
Moisés vio la espalda de Dios, lo que podríamos llamar el reverso, la Ley santa e incorruptible (Sb 18,4b). Moisés, el santo, el obediente, el perseverante en el sufrimiento y en la misión, el amigo íntimo de Dios, bebió del agua viva de la Ley. Así como le fue dado ver a lo lejos la tierra prometida, de la misma forma le fue dado un lugar desde donde poder contemplar las espaldas, el reverso de Dios.
La Palabra Viva de Dios, su Gracia, su Rostro, se han hecho cercanos a nosotros gracias a su Hijo, el Emmanuel; que así como significa Dios con nosotros, podría también significar su Rostro con nosotros.
A estas alturas y ante los inagotables dones y riquezas que nos son dados gratuitamente, es decir, por amor, por el Señor Jesús, quizás no nos queda mas que repetir con san Agustín: “Tarde te amé, belleza infinita, tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva. Con tu luz brillaste cambiando mi ceguera en un resplandor. Hasta mí ha llegado el aroma de tu gracia, Señor, yo te he saboreado…, tarde te amé”.