«En aquel tiempo, enviaron a Jesús unos fariseos y partidarios de Herodes, para cazarlo con una pregunta. Se acercaron y le dijeron: “Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa de nadie; porque no te fijas en lo que la gente sea, sino que enseñas el camino de Dios sinceramente. ¿Es lícito pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?”. Jesús, viendo su hipocresía, les replicó: “¿Por qué intentáis cogerme? Traedme un denario, que lo vea”. Se lo trajeron. Y él les preguntó: “¿De quién es esta cara y esta inscripción?”. Le contestaron: “Del César”. Les replicó: “Lo que es del César pagádselo al César, y lo que es de Dios a Dios”. Se quedaron admirados». (Mc 12,13-17)
En el evangelio que la Iglesia nos presenta hoy podemos observar con facilidad que los que ostentaban el poder religioso en la época de Jesús le veían como un peligro. Las palabras del Mesías representaban una amenaza para su posición. Incluso los rivales dentro de ese poder (fariseos y herodianos) se unen frente a este enemigo común. Los herodianos, colaboracionistas con el poder romano, y los fariseos, que se enfrentan en el plano religioso a la ocupación, confluyen para enfrentarse a ese Jesús cuyo mensaje les parece a ambos intolerable.
Pero el enfrentamiento y la persecución a Jesucristo, por parte de las autoridades de su época, no es esencialmente diferente del que hoy existe entre sus discípulos y el poder que los rodea. El mundo no recibe de buen grado que se diga la verdad acerca del aborto, ni que se defienda a la familia frente a los sucedáneos que hoy se presentan como alternativa; como tampoco los poderosos admiten que se defienda al débil, al pobre, al que sobra, en definitiva a los “huérfanos y viudas” de hoy. El derecho a la vida, en un sentido pleno y de dignidad, está al servicio de un sistema que no cuenta con Dios.
Hoy también se nos pregunta a los católicos cuál es nuestra posición frente a determinadas cuestiones que el mundo presenta. Incluso hay voces dentro de la propia Iglesia que interrogan, como hacían los fariseos. Hay quienes quieren reducir el Evangelio a una visión de mera justicia social, quitándole trascendencia, y los hay que llamándose cristianos quieren servir a Dios y al dinero y contemporizar lo más posible con el poder. Y esto lleva a la esquizofrenia y al escándalo.
Jesús, una vez más, va al grano y no se anda con rodeos: nadie puede llamarse a engaño. Desarma la pregunta trampa que le habían lanzado e ilumina con sus palabras a amigos y enemigos; a todo aquel que con un oído y corazón limpio se abra a su mensaje.
Es significativo que, los que preguntan al Señor acerca del César, comienzan adulándole y “regalándole halagos”, utilizando así una táctica demoníaca. Se intenta vencer al contrincante alimentando la vanidad. El halago se utiliza como moneda de cambio para acallar la verdad. Pero Jesús responde con una sencilla frase que todo el mundo puede entender: “Dad al César lo que del César y a Dios lo que es de Dios”. El dinero, los ídolos, la codicia, lo que todos entendemos como mundano, es del mundo.
El amor que Dios nos ha mostrado, la vida que Él nos ha regalado, son de Dios. Para Dios es nuestra entrega a los demás, el amor al enemigo, nuestro espíritu y todo nuestro ser. A las autoridades del mundo les debemos obediencia, pero no por encima de la voluntad de Dios. Debemos respetar las leyes, pero teniendo como primacía la ley divina. Al fin y al cabo, nada de lo que Dios dispone es malo para el hombre, sino todo lo contrario. Sin imponernos a nadie nos conviene obedecer al Señor. Estamos en el mundo pero no somos del mundo.
Jesucristo, con su Palabra, y por puro amor, quiere liberarnos de las cadenas del mundo. Por eso para dar a Dios lo que es de Dios, primero debemos renunciar a los ídolos que el mundo presenta como algo fascinante. Si no vaciamos nuestro corazón de todo lo viejo, no dejamos cabida al Espíritu Santo y no podremos darnos a Dios, ni presentarle lo que le pertenece: nuestro amor. Amor al enemigo y a los mandamientos. No podemos servir a Dios y al dinero. Renunciemos a este para vaciar nuestras alforjas del peso que nos impide caminar en pos del Señor. Limpiemos nuestra alma de todo aquello que estorbe a la acción de Dios.
El Señor conoce nuestra debilidad, como hombre que fue. Sabe que nosotros, solos, no podemos hacer nada. Por eso, en este Pentecostés que hemos renovado hace poco nos entrega el Espíritu Santo, y nos lo da cada día que lo queramos acoger. El demonio se afana denodadamente para que le contristemos y se aleje de nosotros. Pero no debemos tener miedo porque Jesús ha vencido al mundo y a Satanás, y en el Señor lo podemos todo.
Alegría para todos porque Jesucristo ha resucitado para todos nosotros y nada ni nadie tiene el poder de arrebatarnos este tesoro. ¡Tenemos vida eterna!
Hermenegildo Sevilla