«En aquel tiempo, Jesús se marchó a Judea y a Transjordania; otra vez se le fue reuniendo gente por el camino, y según costumbre les enseñaba. Se acercaron unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: “¿Le es licito a un hombre divorciarse de su mujer?”. Él les replicó: “¿Qué os ha mandado Moisés?”. Contestaron: “Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio”. Jesús les dijo: “Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precepto. Al principio de la creación Dios «los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.» De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. Él les dijo: “Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio”». (Mc 10,1-12)
Ante la pregunta de los fariseos de si el marido puede repudiar a la mujer, Jesús les responde que Dios, desde el principio de la creación, los creó varón y hembra, y que el hombre enseguida reconoció a la mujer como “carne de mi carne”. Pero nos situamos en las preguntas del cumplimiento de la ley y así nos va.
La afirmación de que Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza nos pone en la dirección del amor, en la dirección de las relaciones, y estas queremos que tiendan al diálogo, a la comunicación y el encuentro, a la fidelidad, que es tanto como decir a ser veraces y auténticos. Con este bagaje iniciamos los seres humanos unas relaciones amorosas que terminan con el dejar a tu padre y a tu madre y te unes a una mujer o a un hombre, depende del lado que te toque, y decides construir libre y voluntariamente algo tan nuevo, tan viejo, tan impresionante como es el hecho de comenzar a vivir en el centro de un matrimonio, de tu matrimonio, a formar una pareja, una familia; con hijos o sin hijos, que será signo del amor de Dios a los hombres, es decir, que se nos da la posibilidad de ser el rostro visible de Dios en la tierra. Para que los hombres, viendo cómo se aman una mujer y un hombre —y mas aún, viendo cómo conviven— puedan conocer el amor que Dios tiene a los hombres. Gran misión o misterio es este. Dice San Pablo: “lo refiero a Cristo y a la Iglesia”. Esto es el Sacramento, el Signo.
La dimensión cristológica del sacramento del matrimonio fue cultivada desde los primeros momentos. El matrimonio pertenece en este sentido a la nueva creación del ser humano, que aparece con el bautismo. El matrimonio y la familia del Nuevo Testamento viven las características y las virtudes de Cristo y de la Iglesia: amor, fidelidad, bondad, delicadeza, respeto, etc. (Col 3,18; IPe 3,1-7; Tm. 2,8-15; Tt 2,1-6).
El desarrollo de la persona y de la sociedad humana está estrechamente ligado a la prosperidad de la unidad conyugal y familiar. La historia de un matrimonio cristiano arranca en Génesis (Gn 1,26- 27) y se cierra con las Bodas del Cordero (Ap. 19,9). De un extremo a otro la Biblia habla del matrimonio y su misterio, de su origen y su fin, de sus realizaciones diversas, de sus dificultades y de su recomposición a través del perdón (Ef 5,31-32). (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica. Artículo 7).
No cabe duda de que la relación del matrimonio, que es la que nos toca comentar, está amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y los conflictos que pueden conducir al odio y a la ruptura. Lo que se reconoce como carne de mi carne y huesos de mis huesos, al instante siguiente pasa a ser el culpable de lo que a uno le sucede. Según la fe, este desorden no es por culpa del hombre o de la mujer, ni es culpa de las relaciones; es culpa del pecado. La ruptura con Dios trae consigo la ruptura de las relaciones humanas, y en este caso, de la comunión entre el hombre y la mujer.
Con el matrimonio, el hombre y la mujer tienen la posibilidad de salir de sí mismos y encontrarse con el otro. Es el lugar que ayuda al reconocimiento del otro en zapatillas, potencia virtudes y actitudes todas ellas positivas: confianza, lealtad, fidelidad, fuerza, firmeza, afirmación, cariño, respeto, libertad, entrega, generosidad, que tanto tienen que ver con las relaciones humanas. A pesar de que haya alguna de estas virtudes que no estén de moda, son todas necesarias para construir una sociedad que se apoye en la libertad, la diversidad, el respeto, la fraternidad y en todos los demás atributos mencionados.
Terminamos con el Cantar de los Cantares (Ct 8,6-7), “el amor es fuerte como la muerte y las aguas no lo pueden anegar”.
Alfredo Esteban Corral