En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.
Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos» (San Juan 15, 1-8).
COMENTARIO
La lectura de hoy nos permite reflexionar sobre uno de los principios más profundos de nuestra relación con el Padre, la idea de “permanecer en Él”.
¿Qué significa? ¿Por qué Jesucristo repite tantas veces y con palabras diferentes esta idea de pertenencia, de fusión con Él?
El hombre por su naturaleza trata siempre de preservar su identidad y sus espacios como parte de su autonomía y su capacidad de decisión, de su libertad. Cuando uno se adentra en la fe de manera superficial siempre siente esa especie de rechazo a sentir cómo la religión arrebata en cierta medida esa libertad, esa capacidad de acción esa autonomía que permite al hombre sentirse independiente.
La propuesta de Jesús nos puede resultar difícil, complicada y, sobre todo contradictoria con su mensaje de hacernos libres.