En aquel tiempo, Jesús se fue a una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo:
«No llores». Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!».
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca. (Lc. 7, 11 – 17)
Acabados los tiempos litúrgicos “fuertes” (este año casi de un tirón Adviento-Navidad-Cuaresma-Pascua) y las fiestas especiales de después de Pentecostés, volvemos a los domingos llamados “per annum” u ordinarios, hasta el 27 de noviembre, festividad de Cristo Rey y clausura del “Año Jubilar Extraordinario de la Misericordia”.
Podemos tener la tentación semántica de confundir lo “ordinario”, lo cotidiano, o sea, lo que puede acontecer en un día cualquiera, con lo “rutinario”, lo aburridamente repetitivo, lo apático, lo corriente y moliente… Pero seguimos en el año jubilar “extraordinario”: La “misericordia”, lo ordinario-cotidiano de Dios, nunca puede ser algo aburridamente ordinario. Dios siempre es sorprendente.
Cuando anoche llegaba a casa para ponerme a escribir este comentario, llegaba también mi vecina Paqui. Empecé a bromear con su marido porque me habían cogido el sitio donde yo iba a aparcar, en fin, lo cotidiano. Pero vi que ella no tenía gana de risas, me comentó que venían del entierro de su hermano, imagino que como ella de mediana edad, que se había caído por el balcón de su casa cuando lo iba a engalanar con la bandera de España, con motivo de la Eurocopa; algo también cotidiano en cualquiera de nuestras ciudades, pero que, en este caso, acabó en tragedia.
Tengo que decir que ya no tuve ánimo de ponerme al ordenador. Empecé a dar vueltas a la cabeza y probablemente no salga nada de lo que tenía pensado escribir.
En fin. Vayamos a la escena del relato del Evangelio. Jesús va a un pueblo pequeño, Nain (que significa “delicias”). Es un pueblo que apenas dista 10 Km de Nazaret, donde Jesús se había criado. Lo normal entre pueblos pequeños poco distantes es conocerse entre los vecinos: De niños citarse para apedrearse y luego irse a jugar juntos; de mozos ser eternos rivales en lo que fuese lo similar al futbol en aquella época y en disputarse las novias y luego, de adultos, echarse una mano unos a otros en las labores del campo y en ayudar a parir al ganado.
Es probable que Jesús conociese a esta familia, habrían bromeado por disputarse la anilla para aparcar el burro, María y la viuda habrían coincidido más de una vez en cualquiera de los pozos cercanos, la pandilla del chico muerto y la de Jesús habrían compartido los bailes de las fiestas de sus respectivos pueblos… en fin. Lo cotidiano.
Y Jesús entra, con su séquito a llevar la “Buena Nueva” a “Delicias” al mismo tiempo que otro séquito sale de la ciudad: el cortejo fúnebre. Como cantara Julio Iglesias: “Unos que vienen, otros que se van… la vida sigue igual”. Cuando menos esperas, en lo cotidiano acontece este convidado de piedra que es la muerte, o el anuncio de una enfermedad inesperada, o una carta de despido, o un hijo que ha caído en las garras de la droga… tantas mortajas, tantas ataduras que te hacen experimentar que no vives precisamente en “Delicias”.
Lo normal es que Jesús hubiese dicho a sus acompañantes, mejor volvemos en otra ocasión, pero no. Aunque la lectura habitual de relatos del Evangelio nos haga familiarizarnos con escenas como esta, la verdad es que se trata de algo inaudito y extraordinariamente novedoso:
Los vecinos están realizando una “obra de misericordia”: enterrar a un muerto. Obra piadosa, pero considerada impura. Había que purificarse después y el féretro lo tocaban el mínimo de personas necesarias.
Jesús se dirige a la viuda y le impera: “No llores”. Tengo que decir que, para mí, esta asertividad me resulta exigente, casi tiránica. ¿Cómo puede pedir que deje de llorar, si es lo único que le queda? Ha perdido sus fuentes de vida, de sustento, su marido y su hijo, golpe tras golpe ¿y pides que no llore? En mi experiencia como capellán penitenciario, una de las cosas que he aprendido es la necesidad de acompañar y buscar un espacio donde puedan llorar. Si lloran delante de la familia, estos se van peor que han venido, si lloran delante de los compañeros, son unos débiles y abusan de ellos… y es tan importante desahogarse…
Tanto es así que me fui al original griego y la traducción más exacta es que se trata de una forma verbal dinámica, difícil de traducir al español: algo así como “deja de llorar”, no porque molestes con tus plañidos, sino porque la situación se va a revertir:
Jesús va a convertir una obra de misericordia corporal: “enterrar a un muerto” en una obra de misericordia espiritual: “enseñar al que no sabe”, porque van a captar el sentido profundo de la situación: “Dios ha visitado a su pueblo”. ¿Cómo?: Haciendo de una obra de misericordia espiritual: “consolar al triste” algo tangible, material: Tocó el féretro y los que lo llevaban se pararon.
Y luego hizo algo “tan normal” como ponerse a hablar a un cadáver: ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate! Supongo que lo tomarían por loco. Pero: “En verdad, en verdad os digo: llega la hora (ya estamos en ella), en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios. Y los que la oigan vivirán.” (Jn. 5, 25).
¿De dónde nace la fuerza de esta Palabra capaz de vencer la muerte?: “Al verla el Señor, le dio lástima”, traducen los antiguos leccionarios litúrgicos. La palabra “lástima” denota algo emotivo, sentimentalista, pero sin implicación personal. Los nuevos leccionarios traducen “compasión” (padecer con el que padece). Implica algo más que la mera palmadita en la espalda. Pero el original griego estaría mejor traducido: “se le conmovieron las entrañas”. La palabra hebrea misericordia (hesed) tiene precisamente esta connotación.
Lo ordinario de Dios es la MISERICORDIA, que se le conmuevan las entrañas ante tanta situación de muerte. Ante el dolor del mundo a Dios se le conmueven las entrañas y, como sucedió en Naín; y, como sucedió al pie de la Cruz, los pone en brazos de su Madre, la Iglesia. Y a su madre, la Iglesia. le sigue diciendo ahí tienes a tu hijo… yo le devuelvo la vida, pero está en tus manos.