–El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Habéis entendido todo esto?
Ellos le responden:
–Sí.
Él les dijo:
–Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo.
Cuando Jesús acabó estas parábolas partió de allí. (Mt 13,47-53)
El pasaje de hoy es el final del llamado «discurso en parábolas», que, como su propio nombre indica, es un discurso confeccionado a base de parábolas que fundamentalmente tratan sobre el Reino de Dios (o Reino de los cielos, como le gusta decir al evangelista Mateo). Jesús nunca definió el Reino de Dios, sino que habló de él con imágenes; en este caso, con parábolas, que eran historias elaboradas con elementos de la vida diaria de las gentes de Galilea: campesinos o pescadores de los alrededores del lago de Genesaret.
En el texto que hoy nos ofrece la liturgia encontramos una parábola –la llamada de la red barredera– y la conclusión final del discurso, que incluye además otra imagen o parábola –la del padre de familia–.
La parábola de la red es una fotografía de la actividad de los pescadores del lago de Galilea: echan la red, la arrastran a la orilla y se sientan en la playa a discriminar, entre el pescado recogido, aquellos peces que valen para ser vendidos en el mercado y los que no valen, por su escasa calidad o por otra razón, que son arrojados de nuevo al mar. La imagen le sirve a Jesús para ilustrar el resultado del Reino de Dios, cuando llegue a su plenitud al final de los tiempos. Jesús emplea el imaginario de la época, en cierto modo influido por cierta mentalidad apocalíptica, según la cual los buenos gozarían de Dios y los malvados sufrirían una especie de segunda muerte padeciendo toda clase de tormentos. El horno de fuego que se menciona probablemente es un «préstamo» del famoso episodio de Dn 3,6 (los tres jóvenes en el horno).
En la conclusión vuelve a aparecer otra imagen: la del padre de familia que rebusca en su «tesoro» lo nuevo y lo viejo. Este «tesoro» (thêsaurós) al que se refiere el texto es probablemente el arcón –uno de los pocos muebles que había en las casas modestas de Galilea– en el que se guardaban objetos más o menos viejos y de distinto valor (ropa, utensilios…).
La imagen sirve para ilustrar cómo actúa el «escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos». Para comprender bien la frase conviene no olvidar que la comunidad a la que se dirige el primer evangelio estaba compuesta por creyentes de origen judío que habían sido expulsados de la Sinagoga. Es más, el propio evangelista probablemente era un escriba con formación rabínica (incluso se ha llegado a decir que este escriba sería, en realidad, una especie de autorretrato del propio Mateo). Así pues, lo que esta conclusión estaría poniendo de relieve es que los cristianos de la comunidad de Mateo –«escribas» que se han hecho cristianos (discípulos del Reino)– deben saber sacar enseñanzas tanto de su tradición judía (Antiguo Testamento) como del «nuevo camino» más específicamente cristiano que enseña Jesús.