«En aquel tiempo, los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno. Vinieron unos y le preguntaron a Jesús: “Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan. ¿Por qué los tuyos no?”. Jesús les contestó: “¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos? Mientras tienen al novio con ellos, no pueden ayunar. Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día si que ayunarán. Nadie le echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto, lo nuevo de lo viejo, y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos”». (Mc 2,18-22)
La Escritura aparentemente está llena de contradicciones y el Evangelio también, no iba a ser menos. Contradicciones que chocan tanto con la razón que, yo diría, son muy meditadas, buscan algo. Dice el cuarto mandamiento de la Ley de Dios: “Honra a tu padre y a tu madre”, y en la Nueva Alianza dice Jesucristo: “El que no odia a su padre y a su madre, no puede ser discípulo mío”. Dice el quinto mandamiento: “No matarás”, y añade el Señor: “Quien juzgue al hermano, ya lo ha matado en su corazón”. Dice el sexto mandamiento: “No cometerás adulterio”, y añade el Señor: “Todo el que mire a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”. Frente al “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”, dice el Señor: “Amad a vuestros enemigos, rogad por los que os persigan”. También en el tema del ayuno surge la contradicción que pone de manifiesto el evangelio de hoy. El Señor, que se ha manifestado a favor del ayuno: “Cuando ayunéis, no pongáis cara triste…” nos dice hoy: “Mientras los invitados a la boda tengan consigo al novio no pueden ayunar”.
Sucede que la finalidad de la Palabra es iluminar: “En el principio existía la Palabra… que era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron”. De esta manera, la Palabra no hay que entenderla, sino recibirla. La Palabra no es un compendio de conceptos que deben ser coherentes, sino Alguien que nos busca y nos ilumina, para salvarnos. Y la luz hay que proyectarla desde un ángulo y desde su contrario, para ver con nitidez los pliegues de nuestro corazón, para sacar a la luz sus dobleces y sus intenciones ocultas: “Ama a tu padre” dice la Palabra, más si te haces esclavo de su afecto, si le idolatras, si le pones en el lugar reservado solo a Dios, la misma Palabra dirá ahora, “odia esa imagen que has hecho de tu padre para poder amarle de verdad, en total libertad”, y así con todo.
Sin la luz que arroja la Palabra, todo es confusión, porque “el mal no está fuera, sino dentro del corazón del hombre”. La contradicción no está pues en la Palabra, sino en el corazón que la escucha, por eso la Palabra ha de realizar muchas veces auténticas piruetas, iluminando por fuera y por dentro, desde arriba y desde abajo, para que podamos ver con nitidez.
¿Y qué es lo que tenemos que ver? Pues no tanto la vida, cuanto al autor de la vida en la que aquella cobra todo su sentido; no tanto la ley, cuanto al autor de la ley que la dota de espíritu para que no sea letra muerta; no tanto el ayuno, cuanto a la finalidad del ayuno que es la espera del Novio, del Esposo que viene, que se acerca, que ya llega… ¡salid a recibirle! Mas una vez ha llegado el Novio ya no hay ayuno sino fiesta. Tiempos vendrán en que debamos ayunar cuando el novio nos sea arrebatado, cuando no le veamos a nuestro lado en momentos de oscuridad. Tiempos vendrán en que hayamos aprendido que no nos podemos dar la vida a nosotros mismos y que tengamos que levantar los ojos a quien la tiene y nos la puede dar, ayunemos entonces, ese es el momento reservado al ayuno.
Pero no se queda ahí el Evangelio de hoy, nos habla también de lo viejo y de lo nuevo: No se puede injertar un paño nuevo en un vestido viejo pues ambos se romperían, como no se pueden mezclar el vino nuevo con el añejo en un mismo pellejo, ambos se corromperían. No se puede alimentar a la vez al hombre nuevo y al viejo, pues cada uno tira para un lado, son incompatibles. El hombre de la carne quiere vivir para sí, el hombre del espíritu quiere vivir para Dios. El primero vive en el mundo y busca lo mundano, es banal. El segundo vive también en el mundo pero se sabe hecho para el Cielo, esa es su auténtica morada, la definitiva. Fuera de él vive desterrado.
En el paralelo de Mateo a esta Palabra hay un añadido muy interesante: “Nadie, después de beber el vino añejo, quiere del nuevo porque dice: ‘El añejo es el bueno’”. He aquí el vino bueno que aparece al final de las bodas de Caná. Cuando parece que todo llega a su ocaso, cuando la vida se nos niega, cuando nos sentimos viejos y arrinconados, al final, sucede el milagro. Es el momento en que ella, la madre, hace un gesto imperceptible: ‘Si Hijo mío, sí es ya la hora’ y Él, obediente, realiza el gran milagro, surge el vino bueno que provoca la fiesta, el vino del esposo totalmente entregado, Cristo mismo dándonos a beber su propia sangre. Con Él nos queda por vivir lo mejor de la vida ya estemos viejos o enfermos o no tengamos nada.
Aún en el final, en el ocaso de la vida, vivir con Cristo es con mucho lo mejor, llega lo mejor si es que bebemos de este vino que es el mismo Cristo: “Tomad y bebed, esta es mi sangre…”.
Señor danos siempre de este pan y de este vino, sé tú siempre la vid de nuestros sarmientos, que sin Ti, no podemos hacer nada.
Enrique Solana