«En aquel tiempo, a algunos que teniéndose por justos se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo’. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; solo golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador’. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”». (Lc 18,9-14)
El pasaje del evangelio que hoy ofrece la liturgia —propio de Lucas— es bien conocido. Se trata de una parábola que pretende poner de relieve la diferencia de posturas o actitudes frente a Dios (la actitud correcta está perfectamente apoyada o avalada por las otras dos lecturas litúrgicas: Os 6,1-6 y Sal 51,3-4.18-19.20-21). El hecho de que se trate de una parábola nos exime de tener que discutir si la escena que se narra sucedió en realidad o no: la verdad del relato no reside en su veracidad histórica. Por otra parte, al tratarse de una parábola, probablemente haya que buscar en ella el elemento «extravagante» o «excéntrico» que suele caracterizar las parábolas de Jesús (exorbitantes cantidades de dinero perdonadas, comportamientos completamente inusuales de algunos personajes, etc.), es decir, esos elementos «extraordinarios» que se cuelan en historias «normales» de la vida con las que Jesús pretende transmitir una enseñanza. Quizá ese elemento lo encontremos precisamente en la caracterización de los dos personajes de la parábola.
Dos hombres de muy diversa condición desde el punto de vista religioso coinciden rezando en el templo. Uno, el fariseo, se comporta arrogantemente, haciendo valer su meritoria actuación ante Dios; el otro, un publicano (recaudador de impuestos), actúa humildemente. Aunque sin duda hubiera sus excepciones, en el mundo de Jesús los papeles estarían normalmente invertidos, siendo el humilde el fariseo y el prepotente el publicano. (El problema que tenemos con los fariseos es que solemos pensar en ellos no como miembros concretos de un grupo judío de la época de Jesús mayoritariamente honrados y religiosos, sino como una categoría caricaturizada de creyentes —presente en cualquier ámbito humano, religioso o no— conforme al texto de Mt 23.)
En la parábola tiene mucha importancia la «justificación» —término central también en Pablo—, que no es otra cosa que Dios declare y haga justo al hombre, ya que este, por sus propios méritos, sería incapaz de alcanzar la salvación de Dios. Las acciones que declara el fariseo de la historia —no ser ladrón, injusto, adúltero; ayunar (más de lo que exige la Ley) y pagar el diezmo— no son malas, todo lo contrario. El problema es querer «comprar» con ellas la justicia, la salvación. Por eso el que regresa del templo justificado es el publicano, porque se ha abandonado en las manos misericordiosas de Dios para que sea él quien lo salve o lo declare justo a pesar de sus pecados.
Todo este discurso está dicho en la parábola también con las posturas corporales de los personajes, de modo que bien podría hablarse de una «topología paradójica»: el fariseo, de pie, erguido y por delante; el publicano, atrás, con la cabeza gacha —sin levantar los ojos al cielo— y dándose golpes de pecho. Esa topología paradójica en la que lo aparentemente valioso es desechado y viceversa no solo está plasmada, a modo de lema, en la frase final del pasaje evangélico de hoy —«el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»—, sino que está también grabada en el corazón del Dios de Jesús, marcando así toda su actuación y su querer.
Pedro Barrado