En aquel tiempo, Jesús, mientras subía a la montaña, fue llamando a los que él quiso, y se fueron con él. A doce los hizo sus compañeros, para enviarlos a predicar, con poder para expulsar demonios. Así constituyó el grupo de los Doce: Simón, a quien dio el sobrenombre de Pedro, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, a quienes dio el sobrenombre de Boanerges –Los Truenos–, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Celotes y Judas Iscariote, que lo entregó. (Mc 3, 13-19)
Jesús es consciente de cuanto hace. Ha comenzado en Galilea, en la periferia de Israel, su predicación: “El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca, convertíos y creed la Buena Nueva”. Va a ir repitiendo la proclamación del Reino por campos y poblados. “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz”.
Hoy vemos cómo sube al Monte como Moisés al Sinaí. Llamó a los que quiso. Una llamada es una vocación, a los que quiso. A la vocación nadie se apunta, es una llamada, una iniciativa de Dios.
De entre todos instituye a doce, uno por cada tribu de Israel. ¿Para qué?: Para que estuvieran con él y para enviarlos.
Primeramente para que estuvieran con él, para una cercanía, para un conocimiento mutuo en la intimidad. Para compartir un destino, una identidad, para “ser los de Jesús”.
Decía Juan Pablo II que Jesús, con los doce, formaba el primer “laboratorio de la fe”.
La fe es don de Dios y se gesta, toma forma, en un laboratorio que es la Iglesia, en la comunidad, en la camaradería con Jesús.
Instituyó a doce… y para enviarlos con autoridad para expulsar demonios. En realidad para compartir la misión. Más tarde dirá san Pablo: “Para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir al Diablo y liberar a cuantos que por temor a la muerte, estaban de por vida, sometidos a esclavitud” (Hb 2,14).
La llamada es para darles un poder sobre el dueño de la muerte, para una liberación. Los llamados se integran en ese laboratorio de la fe, son enviados con poder para liberar a los esclavizados por el temor a la muerte.
Y les dio un nombre; es decir les dio una identidad, para algunos nueva, para otros confirmando la que ya tenían.
Así se inaugura la nueva era de la Salvación, el Reino de Dios, cuyo estatuto proclama desde la Montaña: Las Bienaventuranzas con toda su novedad.