Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios: Simón, a quien puso el nombre de Pedro, Santiago el de Zebedeo, y Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso el nombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el de Caná y Judas Iscariote, el que lo entregó. (Mc 3,13-19)
Llegar a ser un hombre en este rincón del cosmos que llamamos mundo, ya es una llamada personal y única. Cada uno de los seres que existen aquí con nocotros, tiene el regalo en su misma existencia, pero el hombre tiene además su vocación, su forma de ser hombre para el conocimiento de la Verdad. No es solo la realización de una posibilidad entre los cientos de millones de espermatozoides que compitieron para engendrar el óvulo, aunque solo uno lo consiguiera, sino la posibilidad de una respuesta personal y única a la universalidad de la Palabra primera, creadora, cuyo impulso lo llama a ser.
Esa llamada o impulso, regalado a cada hombre como un alma única e inconfundible, creada por Dios en un acto especial de su amor sublime, es el fundamento de nuestra alegría y agradecimiento. Cada hombre se convierte, por ella, sin necesidad de demostrar más cosas, en objetivo de admiración y amor para todos los seres capaces de amar: Dios mismo, los ángeles y los otros hombres. Pero si a alguno le supiese a poco solo ser hombre, aún hay algo más, como nos dice hoy el Evangelio.
A lo largo de una vida de hombre, siempre hay una llamada provocadora para irse con Él, con el amor que nos habla de tú, para «estar con Él», para cenar con Él. Al que acepta, la vida se le pone en tal categoría, que si fuésemos del todo conscientes, alguno explotaría de gozo. Uno puede ser llamado a solo estar con Él, otro enviado a predicar el Evangelio, alguno con autoridad de expulsar demonios –que buena falta nos hace hoy–, otro a dar testimonio con la propia vida, con el carisma del martirio, actual siempre . Unos serán suyos en la paternidad, otros en la virginidad…etc. La riqueza de las llamadas es igual al número de hombres de la raza humana, en todos los tiempos de su historia. Alguno puede ser llamado incluso para «entregarlo» a Él, como dice hoy Marcos. En realidad, su Cuerpo sagrado, la noticia de su escondite en la noche, fue entregada por Judas, pero uno de los mandatos esenciales de los escogidos para el sacerdocio, es entregar ese mismo Cuerpo consagrado, a todos los hombres, para el perdón de los pecados,
«Mi cuerpo, será entregado por vosotros, (Lc 22,19) y por todos los hombres». Así les dijo luego a los mismos que hoy elige, al instituir la Eucaristía. ¡Qué distintos sentidos tiene la entrega y la llamada! En casi toda la Escritura, el verbo paradídomi griego, tiene un significado de oblación, de sacrificio. Siempre necesita alguien que entregue y alguien que reciba. Marcos tiene un trasfondo enorme de Noticia, no solo sobre Jesús mismo, sino sobre toda la estructura de la Iglesia. El que nos llamó a ser, llama cuando quiere a los que quiere, que son todos, y para lo que Él quiere. De los que se van con él, instituye a algunos de forma especial para una obra determinada, que es la vocación preciosa, pero la mayoría son como el soporte y fin de toda obra evangelizadora, incluso la suya misma como Cristo de Dios. Son ‘la gente sencilla’ de a pie. Los que escuchamos el Evangelio predicado por los Apóstoles, los que ponemos los pecados para que brille su gracia de perdón y regeneración, los que nos bautizamos y nos perdemos en el camino, deseando que algún hombro nos cargue, los que abrimos las manos, la boca y el corazón para recibirlo.
Hay una virtud que el Creador regaló en el principio a Adán, y que no le quitó al echarlo de su primer estado. Es la facultad de ponerle nombre a las cosas y personas, de vocacionarlas, de llamarlas en su cercanía por un nombre definitorio de lo que son para él. Jesús retomó esa facultad, y a los que quiere les va poniendo un nombre que vocacionalmente los identifica con la misión que tienen en su proyecto. Pedro, la piedra fundamento, Juan y Santiago los Boanerges, hijos del trueno, etc.
La pregunta personal, para sentirse dentro de su obra cada día, es obvia, ¿Cuál es mi nombre? ¿Cómo me llaman el Padre y su HIjo cuando hablan de mí en el Espíritu? Es seguro que hablan de mí, no es una fantasía, ni falta de modestia, porque si no hablasen, no podría existir. Es el nombre «escrito en la piedrecita blanca» que solo Él conoce, y el que lo recibe, como nos dice Juan (Ap 2,17), y es también la contraseña para gozar del «maná escondido», para entrar a la sala íntima de la Eucaristía.
La pregunta paralela sería: ¿A quién llamo yo? ¿Qué nombre pronuncio en mi intimidad? ¿A quién o qué amo? La lección de Jesús es subirse a la montaña de la fe y del conocimiento, y llamar al que queremos, a Él mismo.