Hay en Zaragoza un monasterio de monjas benedictinas cistercienses, en el que por diversos motivos —que tienen que ver más con la Providencia que con la casualidad, el azar o una carambola— vine hace un par de años con mi esposa, una hija y el que hoy es su marido. Durante tres días tuve la ocasión de ver de cerca —y me atrevería a decir “bastante de cerca” por conocer suficientemente cómo se desenvuelve la vida religiosa— los momentos de oración, trabajo y ocio de esa recordada y querida comunidad de monjas, entre las que descuella alguna de ellas por su dotes artísticas nada comunes, aunque ella es una más entre todas (y de ella no vamos a hablar aquí). Una cosa me llamó profunda y gratamente la atención. Al final de la misa principal del domingo, tiene lugar una sencilla ceremonia: se adelantan las monjas que han estado de servicio en la cocina durante la semana que acababa de concluir para pasar los trastos —digamos mejor, para ceder el ministerio— a las nuevas que se encargarán del servicio en la semana entrante. Todo se hace en medio de un gran recogimiento, silencio y expectación de los asistentes, mientras los dos grupitos de monjas implicadas hacen pública confesión de humildad y, con profundas reverencias ante el altar y el resto de la comunidad, muestran y profesan su disponibilidad de servicio a las demás. Me parece algo estupendo y encomiable: quien tenga alguna experiencia de cocinar, sabe lo que todo eso conlleva: pelar patatas y cebollas, limpiar y aliñar el pescado, quitar las partes más grasientas de la carne, lavar verduras y hortalizas, tener la comida a punto todos los días a las mismas horas y, sobre todo, el trajín de fregar cacharros, todo tipo de perolas, cazos y sartenes, fuentes, cucharones y cuchillos, etc.; y, además, dejar limpia la cocina, como los chorros del oro (fogones, hornos, suelos…) también tres veces al día, después de cada servicio, sabiendo, por otra parte, que una cosa es cocinar para unos cuantos, mi familia, y muy otra para una comunidad numerosa; que una cosa es cocinar a tu aire y otra a horas determinadas y con el tiempo medido. Incluir todas estas tareas dentro de una vida litúrgica y de trabajo —”ora et labora” (ora y trabaja) es el antiquísimo lema benedictino—, no deja de tener un significado especial: es introducir la vida “ordinaria” (lo que normalmente llamamos nuestra vida terrena o cotidiana) en la dimensión de la vida “extraordinaria” (la vida espiritual): es hacer liturgia de nuestro trabajo y servicio, es decir, no solamente hago una acción litúrgica cuando estoy rezando en el coro el oficio divino o participo en la celebración eucarística dominical, sino también cuando me ocupo de las tareas más triviales y, muchas veces, más engorrosas y penosas. San Francisco de Sales, aquel santo que nos enseñó a harmonizar la verdadera devoción, vida de unión con Dios, con cualquier estado de vida, lo decía también: hacer las cosas ordinarias extraordinariamente bien. Si la liturgia es ni más ni menos el ejercicio del sacerdocio de Cristo, “cocinar” es para estas monjas una acción más de Jesucristo, al servicio de sus hermanos y hermanas. Por eso decía Santa Teresa que Dios está también entre los pucheros. Muy bien, me diréis: eso está fenomenal para las monjas y nosotros no lo somos. Es verdad, no todos los lectores o lectoras de Buenanueva somos monjes o monjas, pero sí todos, o muchos, somos “cocineros”, o limpiadores de nuestras casas, o niñeros o recaderos para la compra semanal… Y ahora viene la pregunta: ¿es eso una liturgia también para mí, un acto de culto, o es simplemente una tarea más entre todas, cuando no una carga que ojalá me la quitaran de encima?