«Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “ld a presentaros a los sacerdotes”. Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”». (Lc 17,11-19 )
Diez leprosos salen al encuentro de Jesús. Quizá es bueno aclarar que es Jesús quien sale a su encuentro, teniendo en cuenta su Encarnación, su ser Emmanuel/Dios con nosotros. Son diez, número que en el ámbito cultural y religioso de Israel indica totalidad. Son leprosos, su enfermedad se relaciona con la impureza congénita del hombre y que David explicitó al confesar “mira que en la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7).
Ante esta nuestra impureza a la que llamamos pecado original, ¿qué podemos hacer? En realidad sería mejor formular la pregunta de otra forma: ¿qué espacio vamos a dejar a Dios para que nos limpie? Eterna pregunta, y también para muchos eterno dilema. ¿Dónde termina la ley y dónde empieza la gracia?
Jesús lo resuelve con total transparencia. Ante la súplica de estos diez hombres su reacción fue invitarles a cumplir lo que establece la ley del Levítico ante la manifestación visible de la lepra en una persona (Lv 14,1-32).
Resulta que cuando iban a presentarse ante los sacerdotes —tal y como prescribía la ley— quedaron limpios todos; los diez fueron purificados. El centro neurálgico de esta catequesis evangélica estriba en que, habiendo sido todos curados, solo uno de ellos se volvió donde Jesús. Para comprender la fuerza del gesto de este hombre, recordemos que en la espiritualidad bíblica el verbo volver está implícitamente relacionado con la conversión. De hecho se concibe esta como una vuelta a Dios. Así pues, este hombre se volvió donde Jesús y le glorificó a voz en grito.
Jesús le acoge y, con una cierta sorpresa, pregunta: ¿y los otros nueve, dónde están? El caso es que los demás, una vez desaparecida la lepra, la impureza externa y visible, por el hecho de haber cumplido con la ley, ¿para qué necesitan a Jesús? No necesitan ni de Él ni de su Padre. Se arreglan solos con sus cumplimientos.
Esto es lo terrible y dramático. El hombre se siente más independiente de Dios cuanto más se vale por sí mismo, incluso para cumplir la ley. Ni siquiera es consciente, en su engaño, de que está limpio solamente por fuera, en absoluto por dentro. Escuchemos lo que nos dice el Señor Jesús: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña e intemperancia! ¡Fariseo ciego, purifica primero por dentro la copa, para que también por fuera quede pura!” (Mt 23,25-26).
En cuanto al otro, el que supo que no fue la ley quien le curó sino la gracia del Señor Jesús con su Palabra, y a Él se volvió, tuvo el gozo incontenible de escuchar de sus propios labios esta especialísima bendición: “Levántate y vete: tu fe te ha salvado”.
Antonio Pavía