«En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa. Él entró y se puso a la mesa. Como el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el Señor le dijo: “Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro y lo tendréis limpio todo». (Lc 11,37-41)
Nos servimos de Jeremías para arrojar luz sobre esta catequesis de Jesús acerca de la purificación del hombre. El profeta anuncia la Nueva Alianza que Dios va a hacer con Israel y, por supuesto, que, desde Él, a todos los pueblos de la tierra en estos términos: “Esta será la alianza que yo pactaré con la casa de Israel, después de aquellos días —dice Dios—: Pondré mi Ley —Palabra— en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 31,33).
Uno de los mayores problemas, si no el mayor, que el hombre religioso de todos los tiempos tiene en relación con Dios, estriba en “dar lustre a la fachada”. Me refiero a vivir de apariencias realzando ante los hombres lo exterior de su compromiso con Dios, con toda la autocontemplación que emana de sus vanidades. No se preocupa en absoluto de cultivar una autenticidad interior, por lo que de hecho su corazón es un santuario en el que sus dioses campean a sus anchas; y entre todos estos dioses, la primacía la tiene aquel que Jesús denunció sin ambages: el dinero (Mt 6,24).
Así somos, y a nadie le gusta que le descubran sus lagunas y carencias más profundas, pero así somos. Nuestros pies van hacia donde nuestros sentidos se sienten deslumbrados; por ello lo normal es que “para salvar los muebles”, se establezca una relación con Dios con mayor o menor intensidad, como, por ejemplo, la procesión del patrón del pueblo, etc. sin que ello implique ningún cambio interior. Esta realidad esconde de hecho una negación de Dios real y efectiva. Veamos si no la descripción que hace el salmista del hombre que vive de apariencias: “El impío se jacta de los antojos de su alma… el impío, insolente, no le busca” (Sal 10,3-4).
Pues sí, Dios sabe perfectamente lo que sucede en el corazón del hombre. Nos ama tanto que lo último que pasa por su mente es castigarnos a causa de nuestra doblez, nuestras apariencias. No solo no nos castiga, sino que nos hace llegar su Palabra para curar nuestro interior, tal y como hemos visto antes en la profecía de Jeremías.
Dios cumple su promesa, tan maravillosa como liberadora, enviándonos a su Hijo, la Palabra hecha carne. Él es el gran Liberador, y una de sus mayores obras en el hombre consiste en rescatar de nuestras entrañas la gran riqueza oculta en ellas. Dicho de otra forma: por medio de su Hijo libera la imagen divina latente en los pliegues de nuestra alma, la cual está como asfixiada por todos los ropajes de vanidades, apariencias, mentiras e incluso “viditas” ridículas que intentan sobreponerse a ella.
Jesús, Palabra del Padre, empieza su excelsa obra en el hombre poniendo al descubierto la mentira de su relación con Dios, valiéndose del afán con que los fariseos limpiaban por fuera los utensilios propios para las comidas. ¡Limpiadlos a fondo, por dentro! Lo mismo vosotros, limpiaos por dentro hasta que no quede ningún ídolo a quien adorar.
Sí, muy bien, pero ¿cómo nos limpiamos? Eso es lo que decimos todos los que, de una forma u otra, buscamos a Dios. No hay que hacerse muchas preguntas acerca de esto porque ya Jesucristo nos lo ha dado a conocer con una claridad meridiana: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado” (Jn 15,3).
P. Antonio Pavía