«En aquel tiempo, Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades. Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos, diciéndoles: “No llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco llevéis túnica de repuesto. Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si alguien no os recibe, al salir de aquel pueblo sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa”. Ellos se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando el Evangelio y curando en todas partes». (Lc 9,1-6)
¡Cuántos utensilios necesitamos los hombres para viajar a los destinos más sencillos! Con cuanta minuciosidad lo preparamos todo. Hacemos listas con antelación de lo que consideramos imprescindible, y las atiborramos de las cosas con las que tratamos de cubrir cualquier contingencia. El frío, el calor, la lluvia, las picaduras de los mosquitos, la ropa para esto y aquello, algún calzado informal, medicinas, útiles de aseo, dinero para el viaje, el libro que estamos leyendo… Tantas y tantas cosas que consideramos necesarias. Y al final, cuando nos ponemos en ruta, desbordados por nuestro afán previsor, aún nos queda la sensación vaga e inquietante de que nos hemos olvidado de algo.
Y es que ese viaje que planeamos es muy importante, o simplemente, queremos descansar o pasarlo muy bien, y estar, allí a donde vayamos, como en nuestra casa. Y no me parece mal que lo planeemos todo con tanto esmero y tantos deseos de perfección. Así debe ser.
Pero ahora, Jesús, nos sale al paso preparando el viaje de sus discípulos. ¡Y qué extraño es Jesús! Ha reunido a sus apóstoles, el club selecto de los Doce, y los envía al mundo a predicar, a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos. El encargo es sublime y especial, y el trabajo que deben a realizar los apóstoles es muy importante para el mundo, pero para ese viaje trascendental no necesitarán alforjas. Jesús los envía con lo puesto. “Ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero; tampoco una túnica de repuesto”.
Dice el evangelista Lucas, que antes de enviarlos, Jesús les dio poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades. Les entregó la fuerza de su espíritu, el poder de invocar su Nombre. En definitiva, se dio a ellos. Sus discípulos llevarían a Jesús en el corazón, y como exclamó llena de inspiración Teresa, nuestra santa de Ávila, maestra en la oración: ¡Solo Dios basta!, no hace falta más para recorrer los caminos del mundo.
Y no es que Jesús pretenda que no seamos previsores, ahí está la parábola de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes; las que no se preocuparon de la provisión de aceite para sus lámparas, y aquellas otras que la tenían dispuesta cuando llegó el esposo, sino que, como en todo, y según para qué clase negocios, la previsión puede ser virtud.
Y se me ocurre rememorar ahora lo que nos dejó escrito Antonio Machado, que a modo de un sencillo testamento poético, nos entregó lo mejor del hombre que llevaba dentro, ese su amigo del alma, que en sus soliloquios íntimos, hablando solo para sus adentros “con el hombre que siempre va conmigo” , como él lo glosa, esperaba así “hablar a Dios un día”, y que para expresar el vértigo del momento sublime de su propia muerte, nos dice con su verso encendido:
Y cuando llegue el día del último viaje,
Y esté a partir la nave que nunca he de tomar,
Me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
Casi desnudo, como los hijos de la mar.
Ligeros de equipaje, así nos quiere Jesús para nuestro viaje más importante, el de ese barco que nunca hemos de tomar, el del fin de nuestra vida, programada con el amor del Padre hasta que Él quiera.
Dice nuestro querido papa Francisco, con fina y santa ironía, que nunca se ha visto un entierro en el que, detrás del féretro, transite un camión de mudanzas. Nada nos llevaremos de esta tierra a la otra vida. Desnudos llegamos a este mundo, y de igual modo nos iremos. Eso sí, con nosotros, en las estancias seguras del alma inmortal, viajará todo el amor que hayamos encontrado, todo el amor que hayamos recibido, y todo el amor que hayamos entregado. Ni una sola gota de ese caudal magnífico de la misericordia vivida se perderá, porque ese amor del que será examinada nuestra alma, es el único equipaje que necesitamos para nuestro último y definitivo viaje.
Horacio Vázquez Cermeño