No, no hablo de la lidia de algún morlaco, sino de otra cosa. Lidia es un nombre propio, un bonito nombre de mujer, por cierto en este caso más hermosa por dentro que el nombre que lleva.
vocación del hombre como oyente de la Palabra
La diferencia entre oír y escuchar es un lugar común en la sociología del diálogo, especialmente, entre la gente que se dedica a la contemplación o llena algunos minutos del día meditando. Normalmente oímos mucho y escuchamos poco; con frecuencia estamos en medio de un guirigay, donde todo el mundo habla con todos y nadie escucha. Es el típico caso de dos que hablan a la vez. Para escuchar, uno ha de hacer algo más que no mover la lengua, incluso algo más que guardar silencio: debe adoptar una actitud receptora y receptiva. El silencio está reñido con el ruido, que es sinónimo —no gramaticalmente, sino ontológicamente— de confusión, caos, incoherencia y desorden, de desquicio, es decir, lugar donde las cosas han perdido su quicio o ajuste.
Vocación del hombre como oyente de la Palabra
Cuando desde toda la eternidad y por toda la eternidad Dios Padre pronuncia su única Palabra, el Verbo por él engendrado, no creado, su Unigénito predilecto, no hay estruendo alguno en los cielos de los cielos, nada ni nadie se alborota o inmuta: es una Palabra inaudita —“in”audita, en su sentido etimológico primordial: que no se ha oído—, no hace ruido ni precisa de órgano fonador que la pronuncie y difunda su eco por los espacio etéreos. Sólo es audible por el Espíritu Santo, sólo él la escucha, sólo él entiende esa Palabra pronunciada una sola vez y para siempre, siendo él mismo el Eco santo que la acoge, en una infinita y santa Oquedad silenciosa: “nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Co 2,11). Y así ocurrió igualmente en el Nacimiento temporal del Verbo encarnado: antes que los ángeles cantaran sus aleluyas a los pastores de Belén, “cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente saltó del cielo” (Sb 18,14-15).
Ya. Y, ¿qué tiene que ver todo esto con nuestra Lidia? ¿Quién es esta Lidia? En su segundo viaje apostólico San Pablo desembarca en Filipos, una importante colonia romana de Macedonia. Como allí no había sinagoga, se dirige a las orillas del río cercano, donde, como era lógico, la gente iba, entre otras cosas, a hacer sus purificaciones; habían ido principalmente las mujeres, pudiendo suponer que también irían allá a lavar la ropa, como ha ocurrido siempre… Ni corto ni perezoso, se pone a predicar allí, es decir, a anunciar a Jesucristo, a traer a la memoria y el corazón de sus oyentes el “Shemá, Israel”, el núcleo de la predicación veterotestamentaria, que precisamente empieza con una solemne monición a guardar silencio, a escuchar (Dt 6,4), que Pablo ha visto plenamente cumplido en Jesucristo y de otra cosa no habla en su predicación y en sus escritos.
Una de estas mujeres, “llamada Lidia, vendedora de púrpura, natural de la ciudad de Tiatira, y que adoraba a Dios, nos escuchaba. El Señor le abrió el corazón para que se adhiriese a la palabra de Pablo. Cuando ella y los de su casa recibieron el bautismo, suplicó: Si juzgáis que soy fiel al Señor, venid y quedaos en mi casa” (Hch 16.14-15).
Esta mujer no solo se dispuso a oír lo que decía aquel hombre, sino que “escuchaba”, dice el texto. Otras y otros también oían, pero seguirían a lo suyo y no escuchaban. Ella ponía de su parte lo que estaba en sus manos: oír, guardar silencio y escuchar. Uno de los poquitos grandes teólogos del siglo pasado, Karl Rahner, definía al hombre como “oyente de la Palabra”. Cuando Dios habla, pronuncia esa única Palabra, al hombre le toca ponerse en actitud silente y, sintiéndose interpelado, corresponder como Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1S 3, 9 y 10). El resultado gozoso fue el bautismo de ella y todos los suyos y el agradecimiento espontáneo para acoger a los apóstoles en su casa.
la eficacia de la Palabra procede de Dios
Que nadie piense, sin embargo, que la eficacia de escuchar la palabra produce sin más la fe. La actitud de escuchar es un catalizador, no un generador de la fe. La escucha sólo nos predispone, pues la fe no depende ni de la santidad de quien predica la palabra —que puede ser, por lo menos, igual de pecador o de santo que quien la escucha—, ni de la fuerza de sus argumentos ni de la sindéresis de lo que se anuncia, ya que el colmo de la retórica, de la elocuencia y de la sapiencia humana apenas llegan a ser sombra lejana de la sabiduría de Dios: “¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo?” (1Co 1,20).
Lo que sí es totalmente seguro y verdadero es que, cuando se predica la palabra de Dios, si realmente es eco de aquel único Verbo de Dios Padre, Jesucristo, esa palabra es siempre eficaz y realiza lo que anuncia: “Ciertamente la Palabra de Dios es viva y eficaz… todo lo penetra” (Hb 4,12); y ello por una razón bien sencilla: “porque todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1,3), ya que “en él fueron creadas todas las cosas” (Col 1,16) y “todo lo sostiene con su palabra poderosa” (Hb 1,3); en resumen: “todo fue creado por él y para él” (Col 1,16). La Palabra siempre se cumple: “No falló una sola de todas las espléndidas promesas que Yahvéh había hecho a la casa de Israel. Todas se cumplieron” (Jos 21,45), como profetizaría más tarde Isaías: “Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar…, así será mi palabra, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié” (55,10-11). Esto no quiere decir que el profeta que la anuncia deba contemplar cómo fructifica, pues “uno es el que planta y otro el que riega —yo planté, Apolo regó—” (1Co 3,6).
el Espíritu Santo es un experto y suavísimo médico de los oídos
Por eso podemos decir —y no lo decimos nosotros, lo dice el mismo texto sagrado— que fue el Espíritu Santo quien “trabajó” por dentro a Lidia: “le abrió el corazón para que se adhiriese a la palabra de Pablo” (Hch 16,14), porque está bien claro que el fruto de la predicación, es decir, la fe en Jesucristo “no es del que planta ni del que riega, sino que es Dios quien la hace crecer” (1Co 3,7) y, como ya sabemos, el mismo Jesús suprimió categóricamente cualquier duda: “Nadie puede venir a Mí, si el Padre no lo atrae” (Jn 6,44); llegar a la confesión de Jesucristo como Señor y Salvador, como le ocurrió a Tomás en la octava de Pascua, sólo es obra del Espíritu Santo, el único capaz que puede escuchar eternamente el Verbo pronunciado por el Padre: “Nadie puede confesar que Jesús es el Señor si no es por obra del Espíritu Santo” (1Co 12,3).
Ya el Señor se había cuidado de advertírselo con tiempo a los suyos, para que luego no hubiera ningún fatuo o presuntuoso que se adjudicara algún mérito-imán para atraerse la gracia: “Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5); ni siquiera dejó una rendijilla por la que pudiéramos entrever que, ¡hombre!, un poquito al menos sí que podríamos hacer. Fue tajante y explícito, sin medias tintas o arreglitos: “nada, no podéis hacer nada”. La gracia se llama así porque es gratis: ni se compra ni se vende, la regalan. Lo maravilloso es que Dios la da a todos gratuitamente y a raudales: “la gracia de Dios y el don otorgado por un solo hombre, Jesucristo, se ha desbordado sobre todos” (Rm 5,15), especialmente “sobre los humildes” (1P 5,5), como fue el caso de la Virgen María, “la llena de gracia” (Lc 1,28) y, ahora, el caso de nuestra Lidia, la vendedora de púrpura. Mira por dónde el Señor “se reconcilia” con la púrpura, que en su pasión había servido para burla e irrisión cuando le echaron por encima “un manto de púrpura” (Mt 27,28) antes de coronarlo rey con un aro de espinas, y premia ahora con el don de la fe a esta humilde mujer, vendedora de púrpura.
La Virgen María dijo muy pocas cosas; al menos los evangelios casi nada recogen de lo que habló; pero sí sabemos que tuvo el privilegio de contemplar y escuchar la Palabra divina durante los treinta años que Jesús vivió con ella en Nazaret. Yo no pude evitar un fuerte estremecimiento de todo mi ser cuando tuve la gracia de estar unos minutos largos y en silencio en aquel mismo hogar donde residió el Verbo encarnado. Aquella casita fue testigo mudo del silencio elocuentísimo de María, donde aprendió a “guardar todas las cosas en su corazón” (Lc 2,51). Creo que en las letanías lauretanas, falta una: “Virgen silenciosa, ruega por nosotros”.