El artículo de hoy viene al hilo de la recepción de un correo de los que circulan por ahí con su video-clip al uso y para entretenimiento de todos aquellos a los que les sobra tiempo. Creo que los minutos que dediquemos a ello no se pueden dar por perdidos si, al menos, llegamos a la conclusión de que la situación española no es tan gris como ahí se nos apunta con frases e imágenes que, apoyadas en lamentables hechos que están en la memoria de todos, pretenden convencernos de que vivimos en un “país de mediocres”.
La Historia nos presta sobradas razones para creer justamente lo contrario de que “vivimos en un país de mediocres”. No eran mediocres, ni mucho menos, Isidoro de Sevilla, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, el dominico Francisco de Vitoria, el jesuita Francisco Suárez o el mismo Miguel de Cervantes con su Caballero de la Triste Figura, el mismo que se enfrentaba a lo difícil más motivado por el “noble afán” que por el “crematístico resultado”… Tampoco son mediocres sus émulos de la actualidad, los mismos que muestran excelencia en los campos de la Religión con su consiguiente y especial entrega a los demás, en la Ciencia, en las Artes y, también, ¿porqué no?, en la Política.
Si nos referimos a eso último, claro que no todos los políticos españoles de hoy son mediocres; sin duda alguna, no faltan los que, más que el aprobado, merecen el calificativo de sobresaliente. Seguro que muchos de nosotros pensamos en quién lo merece, pero también es verdad que podemos equivocarnos puesto que no es cosa nuestra ir más allá de las apariencias y de algunos hechos que a saber si lo hacen por convicción profunda o por determinación de tal o cual estrategia de circunstancias.
Pero en lo que sí podemos insistir es en la mediocridad del clima político y social que se vive en España, y en que la causa de ello es el mediocre “sistema” que nos impusieron una serie de personajes escasamente excelentes (de “segunda fila” en su mayor parte, habría que decir). En cuanto que, por encima del interés general, en el inicio de la llamada Transición, descuidaron la necesidad de rejuvenecer lo más positivo del pasado y de prevenirse contra las inconsecuencias de un futuro artificialmente teñido de rosa, a la par que se dejaron condicionar por los caprichos de los que más gritaban y diríase que jugaron a homologarse con lo sugestivo aunque mediocre del exterior: esa democracia que podemos calificar de pacotilla en cuanto reniega de sus raíces esenciales cuales son la mejor herencia de la tríada Atenas, Roma y Jerusalén (que recordó agudamente Anatole France) y se pierde o difumina en la relatividad vergonzante encerrada en la manida frase de que “todo es del color con que se mira”.
Llegamos así a una especie de “campo de habas” en el que la gente de lo común pace cómodamente, refunfuña en lugar de razonar y se deja guiar por el político mediocre: ese mismo que más que cultivar valores que redimen y personalizan, habla y habla de lo que más le sirve para mantener en un claro obscuro la capacidad de reflexión de sus potenciales votantes, sin ofrecerles proyectos realmente viables y constructivos y, también, sin importarle tratar de hacerse fuerte en la más que demagógica proclama: soy muy bueno porque los otros son muy malos.
Claro que, afortunadamente y gracias a Dios, no todos los políticos españoles son mediocres, aunque no sea más que por la razón de que no es mediocre todo el pueblo español del que salen. Consecuentemente, los ciudadanos de a pie estamos obligados a prestar la suficiente atención a la cosa política de forma que no nos embauquen los mediocres y sí que acertemos en la elección del menos malo en cada ocasión que se nos requiera.
Antonio Fernández Benayas