Es contundente la seguridad con que la Sagrada Escritura afirma de diversas maneras el final de esta historia y la transfiguración de este mundo en esos cielos nuevos de los que habla el Apocalipsis.
Este tiempo, por tanto, es breve. Aunque queden todavía miles o millones de años, el fin temporal del pecado y del mal está señalado por Dios. El libro de este mundo llegará a escribir su última página y su última palabra.
Por eso, Satanás tiene prisa, mucha prisa, por librar su batalla contra Dios en cada una de las almas. Sólo dispone de tu vida, muy corta, para impedirte tu salvación y tu entrega a Dios. En cambio, el tiempo de Dios, que es la eternidad, escapa de los parámetros de nuestro tiempo finito, de nuestros esquemas tan canijos y de nuestras perspectivas tan miopes.
En nuestras prisas y agobios, en nuestra ambición por aprovechar y agotar el tiempo de que disponemos, hay mucho de esa lucha de Satanás contra Dios.
El agobio nos impide amar a Dios porque implica un amor desmedido y extremo por nuestras cosas, por nuestros planes, por nuestro tiempo.
En la prisa y en el agobio yo me erijo en señor y dueño absoluto de mi vida y de mi tiempo, en lugar de dejar que la providencia de Dios sea la que gobierne ese tiempo y esa actividad.
Cuántas veces has experimentado esa acción casi imperceptible y suave de Dios que, en un instante, te resuelve eso que tú pensabas requería su tiempo.
Vivir en la calma y sosiego, aun en medio de una gran actividad, dispone el alma para esa contemplación de Dios que hace de las cosas ocasiones de la presencia de Dios, y del tiempo, esos pequeños anticipos de la eternidad en la que algún día viviremos.