Mi abuelo amaba la vida, especialmente cuando podía gastarle una broma a alguien, pero un frío domingo en Chicago pensó que Dios le había jugado una broma. Entonces no le causó mucha gracia. Él era carpintero y ese día en particular había estado en la iglesia haciendo unos baúles de madera para la ropa y otros artículos que enviarían a un orfelinato de China. Cuando regresaba a su casa metió la mano en el bolsillo de su camisa para sacar sus gafas, pero no estaban. Estaba seguro de haberlas guardado ahí esa mañana, así que mi abuelo volvió a la iglesia. Las buscó, pero no las encontró. Entonces se dio cuenta de que las gafas se habrían caído del bolsillo de su camisa, sin él darse cuenta, mientras trabajaba en los baúles que ya había cerrado y empaquetado. ¡Sus nuevas gafas iban camino de China!
La Gran Depresión estaba en su apogeo, mi abuelo tenia seis hijos y se había gastado veinte dólares en esas gafas. «No es justo —le dijo a Dios mientras conducía frustrado de regreso a casa—. He hecho una obra buena donando mi tiempo y dinero y ahora esto». Varios meses después, el director del orfelinato de China viajó a Estados Unidos. Quería visitar todas las iglesias que les habían ayudado, con lo que llegó un domingo por la tarde a la pequeña iglesia donde mi abuelo asistía a misa. Como de costumbre, mi abuelo y su familia estaban sentados entre los fieles. El misionero empezó por agradecer a la gente su bondad al apoyar al orfelinato con sus donaciones. «Pero más que nada —dijo— debo agradecerles por las gafas que mandaron. Verán, los comunistas habían entrado destruyendo todo lo que teníamos, incluyendo mis gafas. ¡Estaba desesperado! Aunque hubiera tenido el dinero para comprar otras, no había dónde. Además de no poder ver bien, todos los días tenía fuertes dolores de cabeza, así que mis compañeros y yo estuvimos pidiendo mucho a Dios por esto. Entonces llegaron sus donaciones. Cuando mis compañeros sacaron todo encontraron unas gafas en una de las cajas». El misionero hizo una larga pausa, como permitiendo que todos digirieran sus palabras. Luego, aún maravillado, continuó: «Amigos, cuando me puse las gafas, ¡era como si las hubieran mandado hacer justo para mí! Quiero agradecerles por ser parte de esto!».
Todos escucharon con atención la historia de las gafas milagrosas, pero pensaron que el misionero debía haberse confundido de iglesia. No había ningunas gafas en la lista de productos que habían enviado a China. Sin embargo, sentado atrás y en silencio, con lágrimas en sus ojos, un carpintero ordinario se daba cuenta de que el Carpintero Maestro lo había utilizado de una manera extraordinaria.