Hay una frase en la Escritura que cada vez que la oigo, o la leo, me conmueve: Quien acoge a un niño, acoge a Dios mismo. Es de una profundidad absoluta, porque es verdad.
En la pequeñez, en lo sencillo, en lo humilde, en lo débil, se manifiesta el Señor de la Historia con toda su grandeza. Los niños son los preferidos de Dios, y todos los que le buscan como un niño, también. Por eso muchas veces al día los cristianos, yo misma sin ir más lejos, tengo que cuestionarme con qué ojos miro las cosas. Y me invito continuamente a dejar el hombre viejo para revestirme del hombre nuevo. Este cambio de actitud es prioritario para acercarme al Señor de mi vida.
Dice el salmo 127: La herencia de Yaveh son los hijos,/recompensa, el fruto de las entrañas;/ como flechas en la mano del héroe, / así los hijos de la juventud. / Dichoso el hombre que ha llenado de ellas su aljaba;/ no quedará confuso cuando tenga pleito /con sus enemigos a la puerta.
Y recuerdo que, cuando nació nuestro quinto hijo, un amigo nuestro nos dijo: Ya tenéis cinco flechas en la aljaba. Y es verdad.
Los hijos me protegen de mí misma, de mi egoísmo, de mi orgullo, de mi deseo de destacar y que todos me alaben. Los hijos me dan serenidad, acrecientan mi paciencia (aunque parezca mentira) porque la ejercito más, me han dado una capacidad para valorar lo importante y lo trivial, y ellos, sin saberlo, me conducen cada día por un camino de santidad que, sin ellos, quizá no sabría cómo andarlo. Quizá suene fuerte lo que voy a decir, pero también es verdad. El cristiano está llamado a dar la vida, está llamado al martirio. Somos cuerpo de Cristo resucitado, y tenemos que desgastarnos en el de al lado, sin condiciones.
Pero hay un quid importante: en esa entrega encuentras la felicidad. Quien pierda su vida por Mí, la encontrará, dice el Señor. Y una forma de dar la vida, de entregarla generosamente, es con los hijos.
Quizá la persecución que hoy día se da contra el cristiano no sea tan evidente como en tiempos de Nerón, cuando los empalaban y los untaban de brea, y así se iluminaba Roma de noche, pero la persona que hoy seriamente se plantea seguir a Jesucristo tiene que ir muchas veces contracorriente.
Y el número de hijos, hoy, es un motivo de persecución, en tu familia, en tu trabajo, entre tus conocidos, entre tus vecinos/as, etc.
Estás alzando una bandera que muy pocos comprenden, pero que a todos les cuestiona. De alguna manera, una familia numerosa hoy da qué pensar. A mí, no hay día que no me pregunten el porqué.
No se entiende que habiendo posibilidad de restringir —bastante— el número de hijos, una pareja joven se decida a apostar por la vida, casi con chulería. Nadie nos lo ha dicho a la cara, pero seguro que más de uno piensa que somos unos fanáticos.
Sin embargo, los hijos son una ocasión privilegiada para dar razón de tu fe. Yo, por mí misma, sin el Señor en el centro de nuestras vidas, habría tenido uno, quizá dos hijos, y ni uno más. Él es el que está haciendo la obra; nosotros sólo le dejamos hacer, y nos apoyamos en Él para no mandarlo todo al garete.
¿Qué mejor regalo puedo darle a mis hijos que la posibilidad de vivir aquí y ahora una vida, ya de por sí maravillosa —incluidos todos los pesares—, y tener en prenda la Vida Plena?
Me enseñarás el camino de la vida,/ me saciarás de gozo en tu Presencia,/ de alegría perpetua a tu derecha. Eso dice el salmo, y es verdad. La verdadera libertad y la verdadera alegría están en conocer la voluntad del Señor, y en seguirla, a pesar, muchas veces, de nosotros mismos. El Señor es mi heredad y mi copa, mi vida está en sus manos. Me ha dado en suerte un lote hermoso, me encanta mi heredad, continúa el salmo.Y es verdad, aunque el lote incluya una enfermedad grave, o un hijo paralítico, o un marido alcohólico. Me encanta mi heredad. Con Él todo es nuevo, y Él llevará ese peso, esa carga que a nosotros tanto nos atosiga.
Por eso muchas veces la tacañería para con el número de hijos, me parece a mí, viene acompañada de falta de fe. Es como si todo dependiera de nosotros mismos.
Soy yo la que tengo que darles de comer, vestirlos, darles una educación, estar a su lado y cuidarles cuando enfermen… Y me olvido de que el Señor está con nosotros, que no estamos solos.
Que Él no nos deja de su mano. Esto lo digo, porque lo he vivido, y lo sigo viviendo. Quizá con oración, y con la gracia de la fe, podríamos dar el salto.