«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”». (Mt 5, 17-19)
Este evangelio se entronca dentro del discurso más importante que se ha proclamado bajo la faz de la tierra: el Sermón del monte. No se podría entender a Jesús sin el Antiguo Testamento, y lo que indica en este pasaje es la confirmación de algo constatable. Es una maravilla escudriñar las Escrituras, porque como dice el Señor: “Ellas hablan de mí”, e ir comprobando cómo todo lo que hace o dice Jesús se ha dejado sentir en los libros históricos y sapienciales.
Así, si vamos al Libro de los Reyes y vemos lo que hace Dios a través de Eliseo, por ejemplo, encontramos milagros parecidos a los que va a realizar el Mesías, como devolver la vida al hijo de la sunamita, dar de comer con un pan a cien personas —“comieron, se saciaron y sobró” —, curar a un leproso, etc.
Jesucristo nos rescata de la Ley y nos la da gratuitamente cumplida en Él, para que ya nunca sea más para nosotros piedra de tropiezo. A partir de ahí, la manifestación de Dios no va a ser una ley inmensa que haya que cumplir por nuestras fuerzas, sino que a través de la transfiguración, Dios manifiesta la verdad plena en Jesucristo. Y si Él es la Verdad, el Señor del Sinaí, y si la Verdad es la misericordia y el amor al enemigo, ya no hay más ley que la misericordia. Por lo tanto, Cristo ha dado plenitud a la Ley. Pues como dice San Pablo en la epístola a los Romanos: “Ahora podemos dejarnos matar por el otro”. Somos como ovejas conducidas al matadero; invocando el nombre sobre todo nombre, Jesús, podemos entrar en la muerte de cada día porque esta ha sido vencida en Jesucristo.
Qué descanso recibir el dulce huésped del alma, como decimos en Pentecostés, y pasar de la ley a la gratuidad, sintiéndonos amados por el Señor, sobre todo cuando hemos sido pecadores. Nadie me ha querido cuando he sido un soberbio y un lujurioso, y que siendo así, Dios me invite por mi nombre a cada Eucaristía, me da una dignidad que nunca había sentido fuera de la Iglesia.
Todos los dones, frutos y carismas que nos da el Señor son para el bien común. Por tanto, no solo quiere que lo cumplamos, sino que lo enseñemos. Pues cómo van a creer los demás sino es viendo las buenas obras. Qué cercanía del mismo Dios a través de su Hijo, que nos habla de los pensamientos de Dios para nuestra vida. Nuestro corazón se puede transformar tanto que todos tenemos solución. Así, el buen ladrón, en un instante, al sentirse amado y perdonado por aquel crucificado en el que descubrió a Dios, pudo convertirse de tal forma que es el primer santo de la Iglesia, a quien Jesús dijo que ese mismo día estaría en el Paraíso. A nosotros también con este evangelio nos posibilita tener un lugar privilegiado en la vida eterna.
Ante una nueva propuesta de vida de Jesús podríamos pensar que la Ley que Dios ha dado a nuestros padres, en el Horeb, ha sido abolida por Jesús. Y no es así, pues esta Ley no es sino amar a Dios y al prójimo. Esto que es imposible de cumplir, Cristo lo hace carne para ti y para mí; por eso no da un mandamiento, el del amor, que resume la Ley y los Profetas.
Si amas cumples la Ley, porque el amor es el culmen de la Ley. Si amas llegas a la perfección, y la paz reinará en nosotros, estaremos en comunión con el Padre. Pero, ¿cómo hacer esto? ¿Cómo amar si es mi deseo pero no puedo? Lo primero es analizar si verdaderamente le damos importancia a amar; si es así, enseñémoslo a nuestros padres, hijos, nietos, amigos, compañeros, vecinos…
Tú y yo tendríamos que haber sido crucificados, porque ante la ley somos violentos, hipócritas, adúlteros… y el condenado ha sido Él. Pero Dios nos ama y hemos sido justificados en Jesucristo. Si de verdad fuéramos conscientes de ello brotaría en nuestro corazón un amor y un agradecimiento tal que transformaría nuestro ser y lo proclamaríamos sin cesar.
Fernando Zufía