«En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Tenéis que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu”. Nicodemo le preguntó: “¿Cómo puede suceder eso?”. Le contestó Jesús: “Y tú, el maestro de Israel, ¿no lo entiendes? Te lo aseguro, de lo que sabemos hablamos; de lo que hemos visto damos testimonio, y no aceptáis nuestro testimonio. Si no creéis cuando os hablo de la tierra, ¿cómo creeréis cuando os hable del cielo? Porque nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”». (Jn 3,5a.7b-15)
El pasaje del evangelio de hoy forma parte del diálogo que Jesús mantiene con Nicodemo, maestro de la ley que ha ido de noche, clandestinamente, a ver a Jesús (el evangelio de mañana completará el diálogo). A pesar de su nombre griego («vencedor del [o sobre el] pueblo»), es un fariseo que forma parte del Sanedrín —el Gran Consejo que regía los destinos de Israel— y que defenderá a Jesús (Jn 7,50) y se ocupará, junto con José de Arimatea, de su entierro (Jn 19,39).
El pasaje recoge una expresión que alude y empalma con el tema desarrollado en el texto inmediatamente anterior (leído en la liturgia de ayer): «nacer de nuevo». Ese «de nuevo» (anothen en griego) puede significar también «de lo alto». Y es muy probable que el evangelista juegue con la ambigüedad del significado, de modo que a Jesús le permite desarrollar la idea del «nuevo nacimiento» del cristiano como un nacimiento «del Espíritu Santo».
Este nacer del Espíritu, que hace del cristiano un «hombre nuevo» —según la terminología de Ef 4,20-24—, supone dejarse guiar por él, ser dócil a su acción, aunque esta resulte incomprensible. Por eso, para ilustrarlo, Jesús trae a colación esa pequeña parábola o imagen del viento (la misma palabra griega, pneuma, significa «viento» y «espíritu»), un fenómeno atmosférico real cuyos efectos son visibles y constatables; sin embargo nadie conoce ni su origen ni su destino (fuera de las cavernas en los collados eternos —situados encima del firmamento— que servían de refugio a los «cuatro vientos» —norte, sur, este y oeste—, según la antigua cosmología hebrea).
La incomprensión de Nicodemo responde a un recurso literario propio y querido del cuarto evangelio, que hace posible un desarrollo del pensamiento. En este caso, Jesús introduce el tema del cielo y la tierra, afirmando que nadie puede subir al cielo, excepto el que de allí bajó, en clara alusión al prólogo del evangelio. Probablemente, en el trasfondo de esta alusión se encuentren las especulaciones, muy extendidas en el judaísmo del siglo I, a propósito de personajes que experimentaron ascensiones o viajes celestes con intención reveladora, como Moisés, Abrahán, Isaías o Henoc. El evangelio es tajante al respecto: la única revelación válida de las cosas celestiales, de Dios, es la que hace su Palabra (Logos), el Hijo del hombre, que bajó del cielo y a él volverá.
Pero la alusión a la «ascensión» celeste se hace nuevamente en clave ambigua e irónica, recurso frecuente del cuarto evangelista, ya que, para él, la «ascensión» conlleva y supone la «elevación» en la cruz. Por eso el término de comparación es el episodio de la serpiente de Moisés en el desierto (Núm 21,4-9). Igual que la mirada al estandarte con la serpiente de bronce era causa de salvación para los que habían sido mordidos por serpientes, así también mirar el estandarte de Jesús en la cruz es vida eterna para todo el que cree. Y es que, para el evangelista Juan, muerte y vida, crucifixión y resurrección, son las dos caras de la misma moneda.
Pedro Barrado