En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba:
-«¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo?».
El les respondió:
«¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne»? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
Ellos insistieron:
« ¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y repudiarla? ».
Él les contestó:
«Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Pero yo os digo que, si uno repudia a su mujer – no hablo de unión ilegítima – y se casa con otra, comete adulterio».
Los discípulos le replicaron:
«Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse».
Pero él les dijo:
-«No todos entienden esto, solo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos. El que pueda entender, entienda». Mateo 19, 3-12
Toca el Evangelio de hoy, uno de esos asuntos que más trabajo le cuesta al hombre aceptar cuando pretende ajustar los planes de Dios en sus planes temporales y de conveniencia.
Jesús entra con los fariseos en un diálogo directo sobre un asunto espinoso. Al igual que hoy se le podría preguntar a cualquier párroco en una catequesis para adultos, le cuestionan sobre la férrea actitud divina con la unión entre el hombre y la mujer, difícil de comprender, de aceptar y de vivir. ¿Cómo es posible que la Iglesia sea tan estricta con el tema del matrimonio, habiendo tantas situaciones complejas e injustas en la vida de una pareja que se resolverían y aliviarían con una sana disolución del mismo?
Las cosas de Dios y las de los hombres… Siempre en permanente encontronazo. La vida de tejas para arriba y la de tejas para abajo. El plan de Dios y los planes humanos…
El matrimonio diseñado por Dios desde toda la eternidad es para siempre, como todo lo que Dios hace, como el nacer o el morir. El matrimonio de verdad, la estructura natural que lleva a un hombre y una mujer a amarse de verdad, compartir bienes e intimidad y formar y cuidar en ese ambiente de amor a unos hijos; esa estructura, es obra de Dios. Le pertenece de principio a fin, pero de esa forma, tal y como El la ha diseñado y para lo que la ha diseñado. Un diseño, como el de los cohetes, para ir al Cielo, no para pasarlo bien y ser felices y comer perdices como en los cuentos. Eso puede ocurrir o no y por eso no deja de ser una unión sagrada. Es un plan para ser “una sola carne”. Un plan caro y ambicioso, una tarea, un camino por el que se anda cada día.
Visto así, los discípulos le dicen a Jesús lo mismo que muchos hoy piensan: “no trae cuenta casarse”. Y realmente llevan toda la razón porque con la mentalidad humana, y con los ojos puestos exclusivamente en las ventajas humanas, casarse es un mal negocio, yo diría que el peor de ellos porque te obliga a convivir con la misma persona siempre, soportar sus defectos incorregibles, costear los gastos de una familia innecesaria, aguantar a una suegra, cuñados, etc,. Es verdad, no trae cuenta. Por eso Jesús les dice a los fariseos, que le piden explicaciones sobre la doctrina de la Ley Mosáica, que aunque Moisés tuvo que ceder, lo hizo para gestionar humanamente las cuestiones que se le planteaban, pero “al principio no fue así”. La verdad sobre el matrimonio entre hombre y mujer es su indisolubilidad, pero no porque sea un contrato muy duro sino porque es una unión divina, para la eternidad, para el Cielo y como tal tiene que permanecer en su autenticidad.
Lo que es uno no puede dividirse, pero no porque no se quiera sino porque no se puede. El blanco no puede ser negro a la vez que blanco y uno no puede ser a la vez uno y dos.
Las nulidades que la Iglesia gestiona en sus tribunales se refieren a las situaciones en las que nunca hubo realmente una unión matrimonial real, solo una apariencia de eso. El que sabe lo que hace y se une a una mujer en el Sacramento del Altar ha hecho una de esas cosas que pertenecen a la esfera de Dios, una de sus cosas, como el resto de sacramentos. Nadie me puede quitar nunca la Unción de los enfermos, ni la Comunión cada día, ni el perdón recibido en el sacramento de la penitencia ni la gracia del Espíritu Santo del día de mi confirmación. Las cosas de Dios son de verdad, se hacen y ahí quedan para siempre, como la propia vida. Nacemos una vez, solo una. Somos nosotros el problema, no el matrimonio. Queremos desvirtuarlo cuando no nos conviene, siempre queremos cambiarlo todo según nuestro parecer y conveniencia para vivir una vida terrena a nuestro gusto, pero no al de Dios. Las cosas de Dios son para el Cielo y solo para el Cielo. Cuando lo vemos así, como Jesús nos recuerda hoy en el Evangelio, entonces si trae cuenta casarse.