El Santo Padre exalta las cualidades de la fe que permite sociedades más «tolerantes» y «fiables»
Cuatro capítulos y ochenta y cinco páginas que invitan a redescubrir el don de la fe. Así se podría resumir en poco más de dos líneas «Lumen Fidei», la primera encíclica del Papa Francisco. En esta «carta solemne», dirigida a los obispos, los sacerdotes, las personas consagradas y los fieles, el Santo Padre explica que «la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino». Ese es precisamente el objetivo de esta encíclica, cuyas principales claves ofrecemos a continuación.
La fe no es una ilusión
El Papa arranca la introducción de su encíclica explicando que las sociedades contemporáneas ven la fe como «una luz ilusoria», que «ya no sirve para los tiempos nuevos». Como ejemplo de esa forma de pensar introduce una cita de Nietzsche: «Si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga».
El Santo Padre explica que para el filósofo «la fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro». Frente a esta realidad, Francisco propone recuperar «el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo». «La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural -añade-, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrrerlo con alegría».
Fe, esperanza y calidad
El Papa Francisco recuerda que estas consideraciones sobre la fe se suman a las que Benedicto XVI ha escrito en las encíclicas sobre la caridad («Caritas in veritate») y la esperanza («Spe Salvi»). «Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, -señala- constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios».
La idolatría
El Pontífice analiza cómo la incredulidad del hombre de hoy ya aparece en la historia de salvación del pueblo de Israel y recuerda que lo contrario de la fe es la idolatría.
«El ídolo -explica- es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos. Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: ‘Fiáte de mí’. (…) He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos».
Un amor del cual fiarse
El Santo Padre señala que «la mayor prueba» de la fiabilidad del amor de Cristo está en que ha dado la vida por los hombres. «En la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente, cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte para salvarnos. En este amor, que no se ha sustraido a la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo». «Puesto que Dios es fiable -añade- es razonable tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra».
Las cualidades de la fe
El Papa hace una correlación entre fe, amor y verdad. «La fe conoce por estar vinculada al amor», señala el Santo Padre, quien a continuación explica que el amor no se reduce a un sentimiento, sino que es una experiencia de verdad.
«La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama comprende que el amor es experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos para ver toda la realidad de un modo nuevo, en unión con la persona amada».
Por esas razones, el Papa señala que la fe «no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro». «El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde (…) En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos».
Contribución a la vida común
Francisco dedica los dos últimos capítulos de la encíclica a la transmisión de la fe y las implicaciones que ésta tiene en la familia, la sociedad y la naturaleza. «El Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable (…) Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos solo por el miedo, y la estabilidad estaría comprometida», afirma.
Gracias a la fe las sociedades han descubierto «la dignidad única de cada persona», la «posibilidad de perdón», la atención y el cuidado de las personas que sufren, la búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos, y también de modelos de desarrollo que no se basen solo en la utilidad y el provecho.
«¡Cuantos beneficios ha aportado la mirada de la fe a los hombres para contribuir a su vida común!», exclama el Papa. La fe, nos hace también respetar más la naturaleza, pues «nos hace reconocer en ella una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla».