Según describió en 1926 la médico-psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross, cuando un enfermo se va acercando a la hora de su muerte, recorre inexorablemente cinco fases o puertas.
La primera es la fase de la revisión. Pasa ante nuestros ojos toda nuestra vida, pero no la idea, ni siquiera la experiencia vivida, ni tampoco la conciencia de lo que ha sido nuestra existencia, sino la absoluta realidad. Todos los días nos movemos en una realidad alterada en distintos grados por la alienación, la adulteración y manipulación de las ideas y de los hechos, por la influencia exterior, la ceguera e incluso por la propia conciencia moral, que, sin la luz de la Palabra de Dios, se vuelve laxa e imposibilitada para diferenciar el bien del mal. En esta fase suceden ante nuestros ojos las consecuencias de todos nuestros actos: lo bueno, lo regular, lo malo y lo peor.
La segunda puerta es la negación. Negamos los acontecimientos que se nos presentan y sobre todo que nosotros seamos la causa de ellos. Es entonces cuando rechazamos la historia y descargamos nuestra culpa sobre el prójimo: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí”.
El tercer estadio es la negociación. Como vemos que no hay respuesta satisfactoria y que verdaderamente las cosas han acontecido tal cual se muestran, entonces intentamos negociar con Dios una salida airosa, un chantaje, intentando compensar los malos actos con otros hechos que nos parecen loables. Comenzamos, por tanto, a reconocer graves delitos pero quitándoles hierro, justificándolos y tratando de convencer a Dios de la imposibilidad de haber podido hacer otra cosa, presentando a la vez una serie de bondades compensatorias con el fin de “negociar” una salida pactada.
Al darnos cuenta de que Dios no cede, que no hay forma de apañar la realidad, se entra en el cuarto estadio, que es el de la depresión. En este paso el hombre se queda solo ante Dios. No tiene nada que lo justifique, nadie que apoye su treta. Solo él, su historia y Dios.
La quinta y última fase es la aceptación y la paz. El hombre descubre que la única salida es la humildad y la verdad. Ellas son la puerta estrecha por donde se entra a la presencia de Dios.
“Él tiene que crecer y yo tengo que menguar”
Estas cinco fases constituyen un catecumenado que tiene que hacer inexcusablemente todo hombre ante la llamada de Dios. Sin embargo, sería más idóneo recorrer este proceso durante la vida.
La primera puerta es el conocimiento de nosotros mismos: no todos los hombres se conocen, ni saben qué son o qué podrían ser en determinadas circunstancias: “Soy la nada más el pecado” decía Santa Catalina de Siena.
La segunda es la rebelión y negación ante la evidencia: no aceptar la debilidad, lo que somos, que no valemos, que estamos ciegos; no asumir el fracaso, la enfermedad, la impotencia para amar…, porque sin experimentar el amor de Dios, nadie puede aceptar la historia.
La tercera puerta nos abre un hálito de realidad y comenzamos a darnos cuenta que, si es cierto que somos así, el peso de la ley puede llegar a ser terrible; en consecuencia, intentamos aplacar la ira de Dios. Negociamos con El. Jacob, llega al vado de Yabboq perseguido por su hermano Esaú. No tiene salida, viene a matarlo. Entonces le envía regalos: primero uno, luego otro, más tarde un tercer obsequio. Todo para intentar aplacarle y negociar con Esaú. Pero llega la noche y Jacob se queda solo.
Hemos entrado en la cuarta puerta: también tenemos que quedarnos solos, donde nada nos sacia; nadie nos salva; no podemos apoyarnos en nada y donde no hay salida. Solos ante Dios.
si morimos con Cristo, viviremos con Él (yo quitaría este titulillo, porque interrumpe la secuencia de las cinco puertas: JEB. Bastaría con los “sacados” para ir destacando el texto)
Pero a Dios no se le puede comprar. Hemos negado a Jesucristo, hemos vendido al inocente. Y Dios no responde. Acaba de cantar el gallo tres veces y nos sumimos en la depresión. “… y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó las palabras (…) —Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces—. Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.”
Pedro está en la cuarta puerta, ha visto lo que ha hecho y no puede justificarlo, es un asesino, ha negado al Hijo de Dios. Judas también está en la misma fase, también es un asesino, pero no tiene esperanza, no cree que Dios lo pueda salvar, porque piensa que su pecado es demasiado grande… “Entonces Judas (…), acosado por el remordimiento, (…) les dijo: —Pequé entregando sangre inocente—…; después se retiró y fue y se ahorcó”. ¿Quién podría perdonar un pecado así…? Sin embargo, su delito es similar al de Pedro.
La mirada de Dios, como la de Jesús a Pedro después de cantar el gallo, nos descubre el perdón, nos invita a entrar en la reconciliación, nos muestra la misericordia. Sólo se puede traspasar la cuarta puerta en la aceptación de la historia, de la verdad. La respuesta de Pedro es la entrada, la de Judas la salida. Pedro lloró amargamente a causa de su pecado. Pero días más tarde, junto al lago, en Tiberias, Pedro se declara a Jesús resucitado, “…Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Tú sabes que te negué tres veces y, sin embargo, estás aquí a mi lado; tú sabes que soy un pecador y que solo no puedo hacer nada si no es apoyarme en tu perdón. Acabamos de entrar en la última puerta.
Ojalá que cuando Dios nos llame hayamos recorrido este camino y reconocido nuestra impiedad. Ojalá nos hayamos reconciliado con los hombres, con nosotros mismos, con nuestra historia y con Dios. Ojalá entremos, en la aceptación y la paz, a la presencia de Dios para la vida inmortal.