«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará. Cuando recéis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará. Cuando ayunéis, no andéis cabizbajos, como los hipócritas que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”». (Mt 6, 1-6. 16-18)
La oración, el ayuno y la limosna son tres prescripciones comunes prácticamente a todas las grandes religiones del mundo. Constituyen pilares fundamentales de las religiones monoteístas —como el judaísmo y el islam— y su cumplimiento está establecido como obligado para que el hombre sea considerado justo ante los demás, por sus buenas obras.
En el Evangelio de hoy Jesucristo, como judío y conocedor de la ley judía, nos presenta una gran novedad: lo que agrada a Dios, lo que Él quiere de nosotros, no es el cumplimiento externo de los preceptos religiosos, para que otros puedan dar fe de nuestras buenas obras. La fe no consiste en el cumplimiento esforzado de un conjunto de sacrificadas prescripciones, sino que la oración, el ayuno y la limosna son armas valiosas que vienen en nuestra ayuda, en nuestro proceso de conversión. La justificación del hombre, por tanto, lo que nos salva y nos convierte en justos ante Dios, no son las obras de la ley sino la fe en Jesucristo (Ga 2,16).
El cumplimiento externo de la ley y las buenas obras, tienen una recompensa inmediata, cual es el enaltecimiento de quienes nos rodean, el elogio, el aplauso, el aprecio de los demás. Esta es la “paga” de la que habla Jesucristo, que lleva al hombre al engrandecimiento y a la vanagloria, y le conduce a vivir de la apariencia y en el error. Este es el engaño del demonio, que termina no solo por hacer estéril la oración, el ayuno y la limosna de quien lo practica, sino a vivir en la mentira.
Jesucristo, por el contrario, nos enseña cómo practicar la oración, el ayuno y la limosna, que nos presenta como tres armas para nuestra conversión, las “armas de Dios” (Ef 6, 11), que nos ayudan a vivir unidos al Señor, desde la discreción del silencio, desde la humildad, sin vanagloria, sin pretensión alguna ante Dios, desde el corazón.
Lourdes Ruano Espina