“Manantial de Aguas vivas”, así es como Dios se define ante Israel, al tiempo que denuncia el esfuerzo inútil de su pueblo por encontrar la vida almacenando aguas en cisternas hechas con sus manos y que terminan por agrietarse (Jr 2,13). Esta es la tentación suprema que tiene el hombre con relación a Dios. No se echa atrás a la hora de construirle templos, celebrarle cultos o cargarse de rezos, sacrificios y promesas; pero nada de depender de Él para tejer el hilo de la propia existencia.
Una forma de decir que no hace falta que sea Él quien le dé las Aguas de la Vida, se hace efectiva cuando se afana en buscárselas él mismo. Se empeña en actuar así aunque pase toda su existencia construyendo y reconstruyendo cisternas con la esperanza, más bien la quimera, de que la última que han levantado sus manos no se agriete como las demás.
Vano intento. La vida que Dios nos ha dado, es mucho más que la mejor, más fuerte o sofisticada obra de nuestras manos. La necesidad continua que tenemos de vivir lleva consigo una expansión que termina por resquebrajar cualquier estatus vital en el que, con no poca necedad y fantasía, nos hemos querido acomodar.
Esta es la cuestión, más bien el combate titánico que el hombre enfrenta contra Dios. Lo más grave es que no estamos hablando de un combate abierto en el que los contendientes están nítidamente demarcados. Tampoco estamos hablando de -si así se puede decir- enemigos declarados de Dios. Estamos, en definitiva, hablando de un combate en el que uno de los contendientes, el hombre, practica aquello que en la guerra se llama la táctica del camuflaje, que no otra cosa es la actitud del hombre que, diciendo que sirve a Dios, en realidad busca la vida fuera de Él.
En términos bíblicos, decimos que prescinde del Manantial de Aguas Vivas, y se busca, afana y desvive por sus propias aguas. Dios da nombre y apellido a este prescindir de Él. Oigámosle: “Mi pueblo consulta a su madero -ídolos-, y su palo le adoctrina, porque un espíritu de prostitución le extravía, y se prostituye sacudiéndose de su Dios” (Os, 4,12)
tu amor, como torrente en crecida
La cuestión es que Dios, que es Amor, no tiene ni la maldad ni el retorcimiento del hombre; por lo que si este no tiende sus pasos hacia las Aguas de la Vida, Él mismo, en su Misericordia, las hará derramar como una bendición sobre él. Oigamos, por ejemplo, esta profecía de Ezequiel: “Me llevó a la entrada del Templo y he aquí que debajo del umbral del Templo salía agua, en dirección a Oriente, porque la fachada del Templo miraba hacia Oriente. El agua bajaba de debajo del lado derecho del Templo al sur del altar” (Ez 47,1)
La imagen mesiánica de esta profecía es de una nitidez más que meridiana. El Templo del que habla Ezequiel, es símbolo del Mesías, el Hijo de Dios. Juan, en el Apocalipsis, confirma esta interpretación catequética, en la descripción que hace del nuevo y glorioso Templo de Dios, identificado con el Cordero, el Hijo (Ap 21,22). Efectivamente, Jesús, es el nuevo Templo de la Gloria de Dios, el que el de Jerusalén era solamente una figura. En Jesucristo habita en su plenitud la Gloria y Santidad de Yahvé, lo que Pablo formula en estos términos: “En Él reside la plenitud de la Divinidad” (Col 2,9)
Volviendo a la profecía de Ezequiel, reparamos en que la fachada del Templo citado, está vuelta hacia el Oriente;. El Oriente, que en todas las culturas simboliza la luz, y que en la espiritualidad bíblica apunta al esplendor y la Gloria de Dios. He aquí un dato revelador del Hijo de Dios: su mirar continuo al Padre, su estar en comunión con Él de tal forma que el Evangelio que sale de su boca lo recibe de Él mismo (Jn 8,38). No hay paso de Jesús, a lo largo de su misión, que no haya consultado previamente con su Padre (Jn 12, 49-50). En definitiva, su mirarle a Él, ilumina su misión con la humanidad.
Nos dice Ezequiel que del lado derecho del Templo salía agua en dirección al Oriente. Son las Aguas Vivas de las que el hombre, en su soberbia y necedad, pensó que podría prescindir. A pesar de este rechazo, Dios, en su Amor, nos las sirve en bandeja por medio de su Hijo. Claro que, puestos a prescindir de Dios, el hombre rechaza también a su Hijo y lo clava en la cruz. Concluida su obra, la del hombre, y para cerrar con broche de oro su ensañamiento con el “Dios que pretende organizarle”…, uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua (Jn 19,34).
«adondequiera que llegue la corriente habrá vida»
He aquí la carta oculta del amor inaudito, indescriptible y, diríamos, hasta imposible, que Dios se guardaba al permitir que el hombre descargara sobre el Hijo- y por comunión de identidad, también sobre Él-, toda la aversión que albergaba en su corazón. Lo descargó atravesando el costado y el corazón del Señor Jesús elevado en la cruz. Fue entonces cuando del lado derecho del crucificado, fluyó el torrente de Vida profetizado por Ezequiel.
Del lado derecho del Nuevo Templo, del costado traspasado del Salvador, brotó el Manantial del Agua de la Vida, aquel del que tanto miedo o recelo tiene el hombre, ya que piensa que es lo suficientemente poderoso e inteligente para procurarse una vida mejor. De este Manantial brotan las Aguas de la Vida citadas por Juan en el Apocalipsis, que llenan de salvación al mundo (Ap 22,1-2).
Acudimos a los Padres de la Iglesia, concretamente a san Jerónimo, y tomamos prestada la luz que el Espíritu Santo le concedió en su comentario al pasaje que acabamos de citar: “No hay más que un río que mana debajo del trono de Dios, y es la gracia del Espíritu Santo, y esta gracia está encerrada en las Sagradas Escrituras, en ese río de las Escrituras. Este corre dos riberas que son el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en cada orilla se encuentra un árbol que es Jesucristo”.
El torrente de gracia y de vida que fluye del Hijo de Dios, muerto en la cruz, es la manifestación visible de su victoria sobre el mal del mundo que habita en el hombre. Hemos podido ver este hecho salvífico de Dios que en realidad es la plenitud de lo que ya había revelado por medio de su profeta Ezequiel. Puesto que los prismas catequéticos de las Escrituras son innumerables, nos asomamos ahora a otro profeta que igualmente preanuncia y profetiza el torrente de vida que brotó del Crucificado. Me estoy refiriendo a Zacarías. Oigámosle: “ Derramaré sobre la Casa de Davis, y sobre los habitantes de Jerusalén, un Espíritu de Gracia y oración; y mirarán hacia mí, en cuanto aquel a quien traspasaron, harán lamentación por Él, como lamentación por el hijo único” (Za 12,10).
Ezequiel mencionó una abertura en el lado derecho del Templo cuya interpretación catequética ya hemos visto. Zacarías nos ofrece en su texto la misma concordancia mesiánica. Dios va a derramar un torrente, un espíritu de gracia y de oración que provocarán en el hombre la vuelta de sus ojos a Él. A continuación Zacarías pone en escena a alguien a quien nombra como “aquel a quien traspasaron”.
Nos podemos imaginar que en Israel se quedarían un poco perplejos ante esta puntualización. Perplejidad que perduró entre sus estudiosos de la Biblia hasta que traspasaron al Mesías, al Hijo de Dios, con la lanza. Juan, testigo ocular de este acontecimiento, da fe del cumplimiento de la profecía de Zacarías testificando que “uno de los soldados atravesó el costado -de Jesús- con una lanza y al instante salió sangre y agua”. (Jn 19,34).
en tus manos me llevas escrito
Llega el momento de hablar del cumplimiento de las Escrituras también en la Iglesia, o para ser más exactos, en todos y cada uno de los discípulos de Jesús, el Señor. Todo discípulo está llamado, por gracia y misericordia de Dios, a dar vida al mundo por el hecho de encarnar, por la fe, a su Hijo: “Llevamos siempre en nuestro cuerpos, por todas partes, el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” ( 2 Co,4, 10).
Nuestra unión con Jesucristo implica, al menos en cierto modo, comunión con las profecías mesiánicas; y en este sentido, comunión con las heridas del Mesías, tal y como fueron profetizadas. Es por ello que somos, como dice la Escritura, heridos, traspasados, por los dardos que se arrojan contra Dios: “Acuérdate, Señor, del ultraje de tus siervos: cómo recibo en mi seno todos los dardos de los pueblos” (Sal 89,51).
Repito que son profecías que se cumplen en Jesucristo y también en sus discípulos, ya que compartimos con Él causa, misión y destino. Pablo expone esta comunión con el Señor Jesús con suficiente claridad, como para no albergar duda alguna: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿ la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?…Como dice la Escritura: por tu causa se nos mata cada día; tratados como ovejas destinadas al matadero” (Rm 8, 35-36).
Somos, pues, atravesados por la lanza del odio del mundo que tanto odió a Jesús. Él mismo hizo este anuncio profético a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo” (Jn 15, 18-19).
heridas de muerte, heridas de gracia
Al hablar de la Iglesia traspasada- en sus discípulos- por el odio del mundo, hemos de hacer una especial mención a María de Nazaret, Madre del Señor Jesús, y también nuestra (Jn 19, 26-27). Fue ella en primer lugar, a quien se profetizó por medio de Simeón, que su alma sería atravesada: “Simeón dijo a María, su madre: este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, ¡y a ti misma, una espada te atravesará el alma! (Lc 2, 34-35).
Atravesados, traspasados: todos el alma, algunos el cuerpo. Nuestras heridas son gloriosas; y no porque estemos abonados al club del sufrimiento gratuito como si este constituyese un bien en sí mismo. Sin embargo, nuestras heridas tienen su esplendor y su gloria. Ellas son los altavoces interiores que proclaman que amamos a Dios y al mundo en la misma línea y dimensión que Nuestro Señor Jesucristo (Jn 3, 16-17).
Son heridas gloriosas que testifican que no es únicamente nuestra boca la que está en comunión con Jesucristo, sino también nuestra alma, corazón, entrañas, en definitiva, todo lo que somos, espíritu y cuerpo. Todo nuestro yo está en comunión con el Hijo de Dios; y son justamente estas nuestras heridas -que dan vida al mundo-, las que testifican esta comunión. Qué claro tenía Pablo que su unión con los sufrimientos de Jesucristo eran el aval de su semejanza con él: “…y conocerle a Él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a Él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 10-11)
El mismo Pablo, lejos de amilanarse por estas sus heridas, se eleva majestuosamente sobre ellas; son su gloria y su orgullo, casi las exhibe como si fueran un trofeo: “ En cuanto a mí,¡ Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!…en adelante, que nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales -cicatrices- de Jesús” (Gá 6, 14-17).
No nos resistimos a compartir con todos vosotros el comentario que hace san Juan Crisóstomo -nuevamente nos servimos de él-, a este incomparable testimonio de Pablo: “En este pasaje Pablo recuerda las señales que dejaron en su cuerpo las heridas y golpes recibidos en las persecuciones. Por lo cual, la autenticidad de su misión, tan evidente por su espíritu y sabiduría de Dios, resultaba confirmada por esos signos exteriores de la persecución que es el sello del verdadero apóstol “.
Son las nuestras, heridas gloriosas, ya que, a través de ellas, Dios continúa derramando sus aguas vivas a los hombres. No se trata de “hacer la competencia” a Jesucristo. En realidad son heridas que nacen de la “Herida del Crucificado”. Su torrente de Agua Viva, es único, mas gracias a su Misericordia, fluye también desde nuestras heridas hacia el mundo, saneándolo. Al igual que Él y con respecto a la humanidad entera, podemos decir: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). Lo podemos decir porque “ya no vivimos nosotros, es Jesucristo quien en nosotros vive” (cfr. Gá 2-20)