Al lado de esta más que manifiesta necedad, se eleva majestuosa y digna, la sabiduría de la esposa del Cantar de los Cantares: Aquí tienes mis frutos, ellos son y hablan de mis amores; los he preservado de la corrupción de otras miradas, los he guardado para ti, y es que tú eres el único amor de mi alma.
La sabiduría de la esposa consiste en haber defendido con todas sus fuerzas este su amor de las caricias cancerosas de la vanidad, la del alma; acerca de la cual volvemos a referirnos con la intención de sopesar mejor la grandeza gigantesca del corazón de esta enamorada.
Nos la imaginamos protegiendo sus amores al tiempo que esquiva todas esas miradas, tan complacientes como huecas, y que, además, piden y obligan a contrapartidas. Ella lo que busca es aquella Mirada que se hace hontanar cristalino en sus entrañas. Por el mismo motivo renuncia también a la petulancia de unas voces, siempre las mismas y programadas, sujetas al guión establecido cuyos ingredientes son homenajes, agasajos y aplausos.
No, no le interesan en absoluto estas vocecillas estridentes. Lo que a ella le interesa es la Voz, esa que, templando cariñosamente las cuerdas de su espíritu, le confiesa apasionadamente: tú eres mi única, mi amada; me apasionan tus frutos y tus amores, los conservaste exclusivos y personales para mí.
A la vez, la esposa desprecia el instantáneo resplandor de las simples bengalas porque su alma ha crecido hacia alturas insospechadas. Toda ella es expansión. Ha llegado a tocar la Brasa incandescente, aquella que, al abrazarse a su alma, la agita con tal violencia de amor que hasta las líneas más difusas del horizonte se le antojan testigos impertinentes de la locura de amor que está viviendo.
Sabe muy bien la esposa a quién ha escogido como único de su alma, y no ha sido defraudada. Su conquista no ha sido fruto del azar; toda ella iba conociendo a su esposo progresivamente. Cuanto más se escondía del escaparate de las vanidades, de las glorias de unos instantes, más cercano sentía a aquel hacia quien se volvía todo su ser. ¿Cómo no iba a guardar todos sus frutos para él? ¿Cómo no iba a dejar en sus manos su infinita e inexplicable hambre de amar y ser amada? ¿Cómo no defender con uñas y dientes un amor así, a medida de sus infinitos deseos?
La esposa es consciente de que los frutos que ofrece son posibles gracias a los cuidados de su amado. Han podido florecer porque él cercó el huerto, protegiéndolo así de las raposas que devastan las viñas en flor (Ct 2,15). Han crecido y germinado unos frutos excepcionales; y se entiende porque han sido regados por la fuente privada que él hizo brotar en medio del vergel. Ha amado los frutos y ha tenido la sabiduría de conocer su procedencia, quién trabajó y se desvivió por ellos; de ahí su denodado empeño en no querer que nadie los manosee. Al igual que otro íntimo de Dios, el profeta Oseas, sabe que son frutos que han nacido de lo alto, del mismo Dios: “Seré como rocío para Israel: él florecerá como el lirio, y hundirá sus raíces como el Líbano… Yo le atiendo y le miro. Yo soy como un ciprés siempre verde, y gracias a mí se te halla fruto” (Os 14,6-9).
Poco es lo que el esposo le ha pedido a la esposa, apenas que preservase sus frutos, sus obras, de la vanidad de su alma, es decir, de la mayor de las mentiras. Para no dar la impresión de que la esposa está viviendo una espiritualidad descarnada y desentendida del mundo, hemos de señalar que son justamente estos frutos que nacen de la fuente de aguas vivas de Dios, los que curan al mundo de sus males. Esto no es simplemente un bello pensamiento o una idea piadosa, sino que vamos a descubrirlo siguiendo el rastro del profeta Ezequiel.
Antonio Pavía.