“Las circunstancias de vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que se puede hablar con razón de una nueva época de la historia humana. Por ello, nuevos caminos se han abierto para perfeccionar la cultura y darle una mayor expansión. Caminos que han sido preparados por el ingente progreso de las ciencias naturales y de las humanas, incluidas las sociales; por el desarrollo de la técnica, y también por los avances en el uso y recta organización de los medios que ponen al hombre en comunicación con los demás. De aquí provienen ciertas notas características de la cultura actual: las ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico; los más recientes estudios de la psicología explican con mayor profundidad la actividad humana…; los hábitos de vida y las costumbres tienden a uniformarse más y más; la industrialización, la urbanización y los demás agentes que promueven la vida comunitaria crean nuevas formas de cultura (cultura de masas), de las que nacen nuevos modos de sentir, actuar y descansar; al mismo tiempo, el creciente intercambio entre las diversas naciones y grupos sociales descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud los tesoros de las diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va gestando una forma más universal de cultura, que tanto más promueve y expresa la unidad del género humano, cuanto mejor sabe respetar las particularidades de las diversas culturas.
Los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas, conservando el mismo sentido y significado. Hay que reconocer y emplear no sólo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles a una más pura y madura vida de fe”.
Uno de los fenómenos sociológicos de primer orden, que ya había venido siendo anunciado por científicos sociales, analistas políticos, economistas y filósofos, desde la década de los sesenta del siglo pasado, constituye hoy día una realidad indiscutible, a saber, que en este planeta las distancias han quedado reducidas a la mínima expresión, que los abismos que separaban a los pueblos y naciones han sido franqueados por un atajo que los pone a todos en contacto en tiempo real. Los medios de transporte y de comunicación, junto con la vida urbana, han dejado atrás estrechos los límites de pertenencia y de identidad de la vida rural, y han disuelto las barreras y fronteras que habíamos trazado espacial, temporal, psicológica y socialmente. Y aunque se hayan abierto otros abismos de separación de tipo económico o social que impiden a algunos participar de pleno en esta nueva sociedad global (Norte-Sur, Atlántico-Pacífico, cultos e iletrados, pobres paupérrimos y ricos riquísimos, nacionalismos de uno u otro orden, diferencias insalvables de género, edad, etc.), todos tienen una impronta común derivada de la inmediatez de las relaciones humanas, sea vía aérea, vía ondas hertzianas o mediante satélite, o por la proximidad que conlleva el hacinamiento de nuestras ciudades.
El cambio que esto supone para la idea que teníamos de hombre, mujer, cultura, sociedad, territorio, trabajo, formas de vida, y para la estructura mental que nos sostenía, es actualmente de dimensiones incalculables. El giro que imprime en las relaciones humanas, en las creencias de los hombres, en sus tradiciones, tiene un carácter vertiginoso. Algunos lo han llegado a denominar el shock del futuro (Alvin Toffler).
Podemos decir que, si hasta ahora ha actuado la selección natural darwiniana en la consecución eficaz de lo que el hombre es hoy día, a partir de ahora hay que hablar de una selección cultural. En ésta, el hombre interviene sustituyendo a Dios, y todo lo que éste implicaba, entreverando un “azar inconsciente”, ciego, sin sentido, y todo lo que esto conlleva, con una manipulación consciente de la historia, de la sociedad, y de los medios que hacen posible la vida humana. Proponemos esta idea de selección cultural, porque crea imágenes nuevas, teléfonos, ordenadores, vehículos increíbles, satélites, sistemas de comunicación de velocidad espasmódica —vínculos entre seres humanos tan rápidos y tan efímeros como la vida y velocidad de un electrón—, mercados simbólicos, una evolución desmaterializada, virtual, un ritmo vertiginoso de cambios impuestos, que van dejando atrás a todos los que no se adaptan a él, de manera inmisericorde. Parece que sólo tiene valor el dinero y el tiempo en tanto en cuanto es productor de riqueza.
Pero, gracias a Dios, no escapamos nunca de la paradoja, y todo lo que presenta un panorama oscuro tiene su contrapartida luminosa: a este planeta se le ajusta cada vez más la metáfora del organismo vivo, y así como un sistema biológico, compuesto de múltiples órganos y miembros, es uno. El planeta, como un macroorganismo, funciona como una unidad que percibe como si de un solo ser se tratara: “El organismo planetario que creamos está exteriorizando nuestras funciones y sentidos: la vista mediante la televisión, la memoria mediante los ordenadores, las piernas mediante los sistemas de transporte” (Dominique Simonnet, La historia más bella del mundo). Es decir, estamos viviendo una potenciación de las capacidades humanas que habían conocido sus límites. Vemos más allá de nuestras narices, sabemos algo más que lo que pasa a nuestro lado, tenemos una percepción del mundo más abierta y cosmopolita, a la vez que miramos hacia dentro con mayor ansiedad y miopía para protegernos de la intemperie exterior. Dominamos el mundo con instrumentos increíbles, pero no sabemos manejar nuestra vida privada.
El problema que tienen que resolver los científicos es cómo vivir en simbiosis con nuestro planeta, en vez de hacerlo como parásitos: cómo armonizar la tierra con la tecnología, la economía con la ecología, el progreso con el humanismo, la singularidad con la igualdad, la individualidad con la sociabilidad, el terruño con el cosmopolitismo, la vida privada con la social, la moral individual con las leyes…
El cristiano tiene que encontrar o, mejor, defender su sitio en la nave planetaria que es arrastrada por la corriente, agitada por las olas, la incertidumbre y la falta de rumbo, porque su experiencia es útil y sus conocimientos, avezados por los avatares de la historia vivida, instructivos. No le asusta el reto de tener que bregar contra corriente.
Para el cristiano el problema más agudo y urgente consiste en cómo resolver el divorcio entre la fe y las formas de vida. Esta armonización es la única garantía para que tenga sentido nuestra misión en medio de un mundo en perpetuo cambio. En medio de comportamientos en su mayoría miméticos, y en el que los modelos son a veces histriónicos, exagerados, fugaces, anti-humanistas, egoístas, violentos, etc., dar un testimonio de conciliación entre lo que uno dice acerca del Dios amor y lo que uno hace, es de una urgencia inaplazable.