Todos conocemos la respuesta de María al ángel que le anuncia que será la Madre de Dios: “¿Cómo podrá ser esto, pues no conozco varón?”
En esta escena se pone de manifiesto solo un aspecto de la virginidad de María. Luego, ¿en qué consiste, realmente este carisma?
Dice san Ambrosio, que “la virginidad descendió desde el Padre a nosotros por el Verbo”, y a esto se debe añadir, que María fue el molde humano, el seno acogedor, en que el Verbo se encarnó.
La virginidad de María es, por tanto, un reflejo sublime de la virginidad de Dios. Dios es virgen de un modo absoluto, porque descansa en sí mismo desde la eternidad, y es el principio y el fin de todas las cosas. Así se lo dijo a Moisés desde la zarza ardiente, cuando le preguntó su nombre: “Yo soy el que soy”. Dios “es el que es”, porque se dio el ser a si mismo, y no depende de nadie. En eso consiste la virginidad absoluta.
La virginidad de María que estudiamos de pequeños, solo ponía el énfasis en la faceta física de esta virtud, y como tal, se transmitió por los concilios, “antes del parto, en el parto y después del parto”, y si lo recordáis, en el catecismo del padre Astete, se ponía como ejemplo de su parto virginal “el rayo de sol que pasa a través de un cristal sin romperlo ni mancharlo”.
Pero la virginidad, como todas las virtudes y carismas espirituales, descansa en el correspondiente atributo divino, y así, la renuncia a la sexualidad de la virginidad cristiana, es solo una de sus incontables facetas. María, es la virgen por excelencia, el modelo a ser imitado, porque todas las potencias de su alma, y todos los impulsos de su cuerpo, se orientaban, exclusivamente, al cumplimiento de la voluntad de Dios, caminaba en su presencia, como se dice en las escrituras cuando se alaba a los justos. A él estaba entregada en su vida mortal, y nada fuera de él, podía satisfacerla. Esa es la causa eficiente de la virginidad de María. Por eso el ángel se dirige a ella como “la llena de gracia”, por eso “el Señor está con ella”, y todas sus demás perfecciones, brotan de esa condición de “Esclava del Señor”, y de su entrega definitiva a él, cuando responde al ángel: “Hágase en mí según tu palabra”.
Y “el ángel la dejó”, dice el evangelio de Lucas, pero María siempre estaba en las manos providentes de Dios, que se “recreaba en la belleza de su alma”, como dice la oración, “…y la fuerza del Altísimo la cubrió con su sombra” en un Pentecostés anticipado.