Aquél debió ser un día caluroso, probablemente del verano del año 25 d.C., cuando Jesús entraba en Sicor. Además, era mediodía (Jn 4,6). Dice Juan que “allí estaba el pozo de Jacob” (v. 6). Todo en este relato del Evangelio de Juan tiene que ver con el agua.
El evangelio urde una trama sutilísima con unos pocos elementos: el calor, un pozo manantial, la fatiga y la sed…, y el extraordinario “allí había” (en el texto griego, en de ékei).
“Allí” es un punto inextenso en la cruceta del tiempo y del espacio, según los ve Dios. Delgado o diminuto como el extremo de la más puntiaguda aguja, es, empero, consistente como la misma roca del desierto de la que brotó agua, como la misma peña del Gólgota que sostuvo de pie la Cruz.
“Allí” es justo donde el Dios sabio, Espíritu y Verdad por definición (vv. 23-24), hizo coincidir la historia de Jesús y la de la samaritana. “Allí” significa la confluencia del camino humano, sediento y reseco, con el torrente en crecida de agua viva que es el Hijo del Hombre.
Otro “allí” nos ha dejado el evangelista en Jn 2,6: en una casa de Caná de Galilea había un lugar donde seis tinajas de agua se iban a convertir en un vino extraordinario. Al pie de la Cruz, señala también otro “allí”: Juan utiliza una expresión de inmenso significado y que podríamos traducir por “había por allí dejada una vasija llena de vinagre”. Este vinagre era la conocida «posca», una mezcla de agua y vinagre para que los soldados romanos aliviasen su sed (Jn 19,29).
El vinagre llena la vasija: el dolor llena el mundo; como el amor llena el corazón de Jesús, hasta el punto en que “ya todo estaba cumplido” (Jn 19,28-30). Obviamente, al abrir el soldado el corazón del Señor con la lanza, no podía salir sino agua y sangre.
Hay todavía otros “allí” (Jn 19,42; 20,14).
Juan incluye este adverbio, “ékei”, en sus relatos de una manera magistral. Los objetos están donde están por una razón concreta, inmediata; pero lo están también por otra: el pozo, la tinaja, la vasija de vinagre, estaban en su lugar por una razón objetiva, si bien Juan maneja la realidad inmediata en función de otra no menos real, aunque subyacente al dato histórico. Sin anular éste, hace una deriva semántica y logra una urdimbre literaria en la que se trasluce el orden trascendente del actuar de Dios.
Da la impresión de que las cosas están “allí” de pasada, esperando cumplir su verdadera misión, una vez satisfecha la inmediata. El manantial de Jacob estaba allí, cerca de Sicor, al pie del monte Ebal, para que se produjera, suavemente, sin estridencias ni violencias deterministas, el encuentro del Maestro con la mujer, según el beneplácito de Dios.
Es un pozo de unos treinta metros de profundidad que aún se conserva hoy dentro de una iglesia de origen bizantino. Se trata de un pozo hondo. También el corazón humano lo es. Le costaría a Jesús llegar al fondo del corazón de la samaritana. ¿Yqué encontró en él? Lo que hay en todos: fatiga, cansancio y recelo.
Tener que venir todos los días a por agua cansa. Y nos cuesta admitir que alguien nos ayude: resulta difícil creer que “todo nos es dado por añadidura” (Mt 6,25-34; Lc 12,22-34; Si 11,14). El Reino de Dios y su Justicia (Lc 12,32) es el tesoro que indica el “allí” de nuestro anhelante e insatisfecho corazón samaritano (v. 34). El problema es que en un corazón del todo ocupado por el esfuerzo, el anhelo y la fatiga, sólo hay lugar para una cosa que, ciertamente, es lo contrario de Dios: la soledad. Tenemos un “espíritu samaritano”.
Jesús llega al brocal del pozo a las 6 horas del cómputo de aquel tiempo: las 12 nuestras, el mediodía. La samaritana llega con 6 maridos y un caldero. El punto “allí” de la cruceta Jesús-mujer es la sed en un brocal. Jesús lleva la conversación al terreno donde la mujer pueda descubrir mejor cuál es el tesoro que su corazón envuelve: “Llama a tu marido y vuelve acá” (Jn 4,26).
La mujer contestó no tener marido (v. 17).
Incluso pudo, no obstante, pensar: “No tengo marido, pero sí un caldero para sacar el agua; y tú no”.
Al responderle Jesús: “…en eso has dicho la verdad” (v. 18), le interpreta su historia: «La verdad de tu vida es una afán incesante; tus cinco maridos de antes, y el que ahora hace el número 6 son tus trabajos y ocupaciones y desosiegos día a día (Mt 6,34). Tienes la semana tan ocupada que no te queda tiempo para el día 7. Date cuenta: ¡Yo soy tu día séptimo! ¡Yo soy tu descanso!». “Yo mismo que hablo contigo” (v. 26).
La mujer iba de asombro en asombro.
Sigue el Maestro: «Te crees rica y dichosa porque tienes marido y caldero» y “no te das cuenta de que eres desgraciada, digna de compasión: pobre”. (Ap 3,17). «Ni Jerusalén ni Garicín, sino Dios en Espíritu y Verdad. Yo soy tu hora y llegada, tu vida verdadera; y el amor de tu vida» (vv. 21 y 23).
Creyó la mujer la palabra de Jesús y en ella se produjo una reacción semejante a la de Bartimeo de Jericó: como éste tiró su manto a la llamada de Jesús (Mc 10,50), ésta abandona su cántaro y corre a la ciudad (v. 28) con el rostro encendido por el gozo de ver cumplido el anhelo de su existencia.
Viéndola correr a su gente, Jesús anuncia a sus discípulos que la sementera se ha unido a la siega: «Con levantar los ojos veréis amarillear los campos. Vosotros estáis de recogida de lo que otros sembraron» (vv. 35-38).
Y todo por un vaso de “agua”. Todo por creer la Palabra que ahonda hasta el “allí” donde tienen frontera común la carne y el espíritu (Hb 4,12).
También Job supo lo que era ser tocado hasta el interior de los huesos, hasta el límite que obliga al ser humano “a dar cuanto posee por su vida” (Jon 2,4). Hay un “agua que cala hasta los huesos”. Agua que forma la marisma en que crece el papiro y el junco, la caña pensante que es el hombre (Jb. 8,11 y Pascal).
El trabajo diario, tributo a dioses extranjeros, produce en la samaritana un cansancio enorme; y en cualquiera. En cualquier corazón “maleado por la apostasía del Dios vivo” (Hb 3,12) se da la experiencia de Israel, que camina cuarenta años para acabar casi todo él tendido en el dique seco del desierto (Nm 14,29, citado por Hb 3,17-19).
¡Cuarenta años para nada!; se dice pronto. O toda una noche de brega en el mar sin coger nada (Jn 21,3). Incluso habiendo el Señor ya resucitado, los siete días de la semana pueden ser del todo estériles. No nos lo puede decir Juan más claro: siete son los discípulos que se afanan toda la noche y… ¡nada!, un puro fracaso. Entrecruzando el relato de Sicor, verano del 28, con el de Tiberiades, abril del año 30, salta a la vista, o mejor, al oído, el mensaje de quien estuvo allí y fue testigo. Sólo Él, vuelto de la muerte y vivo para siempre, tiene palabra o agua de Vida.
En un punto concreto de la ribera de Tiberiades, resuena la llamada del Resucitado: “Venid a comed” (Jn 21,12). En aquel “allí” había unas brasas un pez y un pan (v. 9): una Eucaristía preparada.
Dios ha querido hacer de la Humanidad fatigada, crucificada y resucitada del Hijo del hombre un punto o lugar de encuentro. Dios se encuentra con nosotros en el “allí” de su Hijo resucitado, Eucaristía que se come y se bebe. No hay ya otro lugar de reunión.
La Iglesia, con la Madre del Señor, espera en este tiempo el cumplimiento de la Palabra: “Si alguno tiene sed (decía Jesús gritando), venga a mí y beba el que crea en mí; como dice la Escritura; de su seno correrán ríos de agua viva”, o sea, el Espíritu Santo sin medida (Jn 7,37-38).
María Santísima, de cuyo seno brotó el Agua viva misma, hará que acudamos los “sedientos todos a por agua de balde” (Is 55,1).
Nota: A veces pongo en boca del Señor palabras que no están en el Evangelio literalmente; en estas ocasiones las escribo entre comillas angulares («»). Cuando son palabras de Jesús tomadas literalmente del Evangelio, o palabras de cualquier otro pasaje de la escritura, van citadas entre comillas redondas (“”).